Definitivamente vivimos tiempos en los que pasan cosas extrañas. Últimamente, y desde las entrañas mismas del progresismo, surgió la veneración a banderas diferentes a la nacional y la adoración de reliquias sagradas. Hechos que algunos creíamos más relacionados con el pasado lejano que con un futuro de progreso.
Las banderas fueron inventadas para la guerra. Las más antiguas conocidas se usaron en China hace unos 3.500 años. En la antigua Roma fueron comunes las vexillas, que eran estandartes militares. Eran muy útiles porque en el fragor de la batalla los soldados podían equivocarse y combatir a los propios. Vestían uniformes distintivos, pero es fácil imaginar que después de un tiempo, combatiendo en el barro, se veían todos iguales. Desde los montes los generales debían saber cómo cambiaban de posición sus tropas para mandar refuerzos o (en algunos casos) para retirarse.
Los escudos también tuvieron origen militar por ahí en el siglo XII, para el uso que indica su nombre: escudarse de flechas y espadas enemigas. Se adornaron con imágenes que con el tiempo se convirtieron en identificación personal o de grupo. En su consolidación las naciones asumieron también banderas y escudos como símbolos de identidad y unidad. Han sido símbolos muy poderosos, que duran y permanecen incluso a través de cambios radicales, porque identifican a la nación, no a un poder coyuntural. Ha sucedido que cambien con una revolución, como la bandera roja con la hoz y el martillo que se adoptó en la Unión Soviética; pero después de su caída retornaron a la vieja tricolor rusa: blanca, azul y roja.
Lo que sí resulta extraño es el descubrimiento de reliquias, como una espada de Bolívar, el sombrero de Carlos Pizarro Leongómez y la sotana del padre Camilo Torres.
Las reliquias, en cambio, no surgieron de la guerra sino de la fe. No existe ninguna argumentación que sustente su necesidad, o que pruebe su autenticidad, diferente a una profunda y absoluta fe religiosa. Sin esa condición no sería posible creer en ellas. Hay tres categorías de reliquias. Las de primer grado son fragmentos del cuerpo de santos o personajes religiosos, las de segundo grado son objetos que tuvieron o con esos santos, y las de tercer grado tuvieron o con las anteriores. Varias religiones adoran reliquias, posiblemente la que más tiene es el cristianismo de occidente.
Para quien no tiene la fe necesaria resulta difícil creer en la autenticidad de muchas de ellas que retan a la lógica, la ciencia y hasta la simple aritmética. Hay algunos ejemplos dramáticos como los cráneos de san Juan Bautista que son varios, con distinto grado de reconocimiento oficial. Hay uno en la iglesia de San Silvestro in Capite, en Roma, otro en la catedral de Amiens, y un tercero en el palacio de Topkapi, de Estambul. Existen otros, menos oficiales pero igualmente milagrosos. De uno, el más pequeño, los espíritus burlones y descreídos dicen que es de cuando el santo era joven. Eso no es demasiado extraño si se tiene en cuenta que también hay 60 dedos suyos en diferentes lugares; de santa Apolonia quedaron 500 dientes y más. El más sacrílego que uno puede imaginar es el de los tres prepucios de Jesucristo.
Cuando en una marcha se agita la bandera del M-19 en lugar de la colombiana, uno entiende que es el símbolo de un ideario que se quisiera imponer. Seguramente para muchos buenos ciudadanos tenga importantes connotaciones sociales, aunque no es lo más adecuado para convocar la unidad nacional.
Lo que sí resulta extraño es el descubrimiento de reliquias, como una espada de Bolívar, el sombrero de Carlos Pizarro Leongómez y la sotana del padre Camilo Torres. Las reliquias deben despertar fe y sobrecogimiento profundos. Estas modernidades se quedan cortas en eso. El Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes suplió la fe calificando al sombrero de ‘patrimonio cultural de la nación’. ¿En serio?
@mwassermannl