El 7 de mayo de 2014 tuvo lugar en El Salvador un hecho antes impensable. Ocurrió antes de la toma de posesión del nuevo presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, uno de los dirigentes de la antigua guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (Fmln). Ese día, la Fuerza Armada (en singular) expresó su “lealtad” y “subordinación” al presidente electo, quien asumió el poder para gobernar entre 2014 y 2019, junto con su fórmula vicepresidencial, el también exguerrillero Óscar Ortiz.
“Nuestra institución desde ya le presenta su lealtad, respeto y subordinación” al próximo mandatario, dijo en ese pronunciamiento el entonces ministro de Defensa, general David Munguía Payés, en el marco de la conmemoración del Día del Soldado, celebrado en una academia militar de San Salvador. Y recalcó que, en su condición de presidente de la República, Sánchez Cerén también será, en adelante, el “nuevo e indiscutible comandante general de la Fuerza Armada”.
Ya el Fmln había alcanzado al poder en cabeza de Mauricio Funes (2009-2014), pero con Sánchez Cerén era la llegada a la presidencia de alguien que sí había sido, efectivamente, un comandante de la guerrilla.
Que ese reconocimiento del alto mando se diera al nuevo presidente, sin ningún asomo de prevención o condicionamiento, dice mucho de la solidez de la paz pactada. Durante muchos años, en el contexto de la Guerra Fría y la doctrina de seguridad nacional, los militares no solo habían enfrentado a la guerrilla, sino que disponían de una creciente influencia en la vida social y económica de la nación, haciendo parte, incluso, del poder político.
Un asunto central del tratado de paz (si no el más importante) tuvo que ver con redefinir ese rol del estamento militar, bajo un nuevo arreglo institucional, sujeto al poder civil y bajo el principio de su no deliberancia.
Hace algunos años, a instancias de un encuentro sobre paz y reconciliación convocado por la Universidad Javeriana de Cali, tuve la ocasión excepcional de conocer en persona al general Mauricio Vargas, un alto mando del ejército salvadoreño, quien fue vocero del estamento militar en las negociaciones de paz. Sus logros destacan sobremanera e incluyen batallas memorables en las que él y sus hombres de la III Brigada de Infantería (con apoyo norteamericano) enfrentaron a la guerrilla, especialmente en el oriente del país, justo donde yo me encontraba.
De una extensa y fraterna conversación recuerdo, especialmente, dos de sus comentarios. En el primero hizo referencia a su malestar con las “Comisiones de la Verdad”, que, según dijo, “están previamente indispuestas frente al papel de los militares en un conflicto y terminamos siendo los únicos responsables”.
Su segunda mención fue en respuesta a cuando le pregunté si había sido fácil o traumático tener que rendir honores y jurar lealtad a un antiguo adversario en la guerra. Y entonces me remitió a un testimonio que registró el periódico EL TIEMPO en 1998 (‘La historia del general y la guerrillera’,
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Y agregó: “No hubo ningún problema ni grandes discusiones, menos aún divisiones dentro de nosotros, cuando llegó el momento, por la voluntad popular, de que un exguerrillero fuera presidente de la república y nuestro futuro comandante en jefe”.
DIEGO ARIAS