Mi abuelo tenía un escritorio de madera enorme en su oficina, en una esquina. Sobre las decenas de fotos familiares que estaban pegadas a la madera, protegidas por un gran vidrio, reposaban decenas de cartas que le escribían los lectores y que juiciosamente leía y seleccionaba para publicar al día siguiente en la página editorial del periódico. “Señor Director...”.
No obstante, a mí lo que me llamaba la atención era que en una esquina había siempre dos revistas que, como si de un ritual se tratara, él agarraba sobre las 11 de la mañana, después de dictar el editorial, y se las llevaba a su sofá para leerlas: ‘Time’ y ‘Newsweek’. Una vez terminadas, las dejaba en una mesita junto a otras ediciones pasadas. Hablamos de la década de los 90, cuando ambas publicaciones eran dos de las grandes referencias de periodismo en el mundo.
Mi abuelo murió en 1999 y con ello el ritual que me acostumbré a verle durante muchos años, pero el gusto por las revistas ya estaba incubado. Lastimosamente, a mí me tocó el declive de ‘Time’ y ‘Newsweek’. El mundo digital, como si de un inatajable ciclón se tratara, se las devoró y ni los posteriores cambios de dueño lograron salvarlas. Ambas existen aún, pero son un lejano recuerdo del buen periodismo que las caracterizó. Hoy, ‘Time’ solo suena por su portada del personaje del año y ‘Newsweek’ es una publicación en estado vegetal.
El declive de ‘Time’ y ‘Newsweek’ fue la antesala de la escabechina que sufrió el mercado de las grandes revistas a nivel global a comienzos de siglo. De los cientos de miles de lectores que contaban las más prestigiosas revistas, estas pasaron a magras cifras de no más de diez mil. Su influencia se disipó. Solo el hondo bolsillo de unos cuantos multimillonarios, o poderosos grupos editoriales, lograron sostenerlas entre audiencias de nicho, a pérdidas, eso sí, pero definitivamente perdieron su masividad.
Pero como todo en la vida, siempre hay una excepción, la linda excepción de la última gran dama que se resiste a perecer en el mundo de las redes, de la desinformación y de la ignorancia populista que se ha ido enquistando en múltiples puntos del planeta: ‘The Economist’, la revista británica que se hace llamar periódico pero que lleva publicándose religiosamente, cada semana, desde hace casi 180 años.
Con más de 1,6 millones de suscriptores impresos y digitales, ‘The Economist’ es el último gran bastión que le queda al mercado de las revistas en el planeta. Su alcance, si se le suma la audiencia de redes sociales, llega casi a los 40 millones de personas, una cifra que parece una barbaridad, pero que debería ser mucho mayor, a la luz de la su descomunal oferta de valor y periodismo que toca cada vértice de nuestro complejo mundo.
Cada edición suele tener 80 páginas en promedio, lo que da de a 12 páginas de lectura cada día, y los temas pueden ser tan variopintos como una entrevista a Volodomyr Zelenski; el simbolismo de dos osos panda que China le regaló a Japón y que hoy son la única muestra de fraternidad entre dos naciones que se miran con recelo y desconfianza, hasta el problema que tiene la ciudad de Baltimore con jóvenes que se ganan de 200 a 300 dólares limpiando los vidrios de los carros en los semáforos.
Aunque ya se haya pasado la época de los regalos, una suscripción digital a esta revista debería ser un obsequio obligatorio. Seguramente la publicación tiene muchos detractores, quienes criticarán su posición ideológica, pero no existe hoy una revista tan completa, serie e informada como la británica.
‘Foreign Affairs’, ‘The Atlantic’, ‘New York Magazine’ y ‘The New Yorker’ son también grandes revistas, pero si solo tienen presupuesto para una, no lo duden, ‘The Economist’ será una de las mejores inversiones que puedan hacer en este 2023 que va a ser un año duro y muy complejo.
DIEGO SANTOS
Analista Digital
En Twitter: @DiegoASantos