Salí de vacaciones de Semana Santa con la clara intención de desconectarme. Por desconectarme quiero decir prescindir de internet, de redes sociales y de cualquier tipo de conexión digital durante los días que iba a pasar con mi familia en el hermoso pueblo de Curití, en Santander, y alrededores.
La última vez que realicé un ejercicio similar fue en diciembre de 2019. En aquella ocasión pude leerme tres libros, compartir al máximo con mi señora e hijas y contar con muchos momentos de reflexión al vaivén de una mecedora frente al mar.
El mundo no se cayó en ese entonces y llegué revitalizado, tanto así que prometí repetir la misma experiencia la semana pasada.
Así como es de saludable el descansar por completo del trabajo, así también lo es el dejar el celular, la tableta o el computador dentro de un cajón. Los ojos, que los estamos acribillando inmisericordemente con el brillo de las pantallas, comienzan a fijarse en otras cosas, y con ellos, la mente.
La ansiedad que nos genera la conectividad, a muchos, desaparece. Y así no lo parezca, comenzamos a prestarles muchísima más atención a quienes nos rodean.
Lamentablemente, tan loable y noble propósito quedó solo en buenas intenciones. No había pasado ni una hora desde que salimos de la casa cuando me comenzó una angustia de no poder ver quién me había escrito, qué pelea me estaba perdiendo en Twitter o cuántos comentarios me habían dejado en mi última publicación de Instagram.
Decidí parar en una gasolinera para calmar la ansiedad. Busqué mi celular en el maletero y lo prendí. Entré a WhatsApp, revisé mensajes, chequeé mis redes sociales y vi algunas noticias. Respiré. Tomé una foto y grabé un video para registrar el inicio del viaje y guardé de nuevo el celular, pero esta vez ya no en el maletero, sino en el bolsillo de mi chaqueta deportiva.
Antes de abandonar la gasolinera repetí lo que había hecho tres minutos antes. Y volví a hacerlo no sé cuántas veces durante el trayecto de seis horas y media.
En ese momento ya sabía que no iba a lograr desconectarme, salvo que en la casa a la que íbamos no tuviera buena señal, como fue el caso. Pero había wifi. Y muy bueno, debo decir. Ya se imaginarán que no me desconecté.
Soy un adicto. Lo sé. Mis hijas ya me increpan. Detestan ver al papá conectado todo el tiempo. La excusa de que me la paso grabando ya caducó. Mi señora se cansó de advertirme y yo sigo tal cual. Supongo que en el trayecto he perdido alguno que otro amigo y desde luego no debe ser entretenido compartir con alguien que se la pasa pegado a la pantalla. Más triste aún, sé que tengo un problema enorme y no estoy haciendo nada por resolverlo.
Ahora bien, la gravedad no radica en que esto me esté pasando a mí. Lo preocupante es que hay millones de personas que, como yo, se comportan de la misma manera y la mayoría ni lo sabe. Nos estamos abstrayendo del mundo, estamos construyendo una realidad paralela y, de paso, vamos jalonando a nuestros hijos hacia ella.
Avanzamos hacia un mundo plagado de personas como Theodore Twombly, el personaje de Joaquin Phoenix en ‘Her’, la película que es un anticipo, muy real, del mundo que les vamos a heredar a nuestros descendientes.
Existen estudios sobre cómo se está desarticulando y descuadernando la sociedad por la adicción al mundo virtual. La pandemia ha multiplicado el fenómeno. Qué triste ver que nuestros recuerdos puedan verse reducidos a la interacción con una pantalla.
Afortunadamente, ya hay clínicas, como en Chile, que están tratando esta adicción.
Creo no exagerar al señalar que tenemos un problema de salud pública que merecería mayor atención por parte de las autoridades competentes. Escribiendo esta columna busqué centros de ayuda en el país. No encontré ninguno. Tampoco una persona a quien acudir. ¿Alguna recomendación?
DIEGO SANTOS
Analista digital