Hay casi doscientos países en el mundo y Colombia no es potencia en nada, al menos no en algo que hayamos logrado por mérito propio. Lo mejor que tenemos es la tierra, pero esa ya estaba aquí cuando llegamos. Y aunque dieciséis de los cincuenta millones de nacionales son oficialmente pobres, no se puede decir que el nuestro sea uno de los países que más necesidades pasan. De hecho, si se miran los listados del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, ocupamos una medianía ahí, con una economía con grandes números y un potencial enorme.
Ser mediano no está del todo mal, pero tampoco es la maravilla porque significa que hacemos las cosas aceptables apenas, seis raspando, más simulando que trabajamos de verdad. Por eso nos agarramos de lo que sea para sentirnos mejor que los demás, capaces de ganarle a cualquiera, pero es curioso ver cómo destacamos en puro asunto residual, disciplinas de segundo orden.
Somos fuertes en patinaje, por ejemplo, un deporte que no es olímpico. Si se tratara de una actividad codiciada, desaparecíamos rápidamente de los primeros lugares. Ya pasó con el ciclismo, donde de potencia del futuro pasamos a ser animadores, con los europeos dándonos lecciones hasta en la montaña, que solía ser nuestro fuerte.
Cada tanto salen en la prensa notas sobre nuestros logros, lo que no es necesariamente bueno. Y olvídense de ser el país más feliz del mundo o tener el mejor himno, que eso ya está trillado; tampoco piensen en que tenemos más mundiales de baristas que Brasil de fútbol. Hablo de logros como que la lechona haya sido elegida como el mejor plato del mundo por encima de famosas recetas de gastronomías como la japonesa, la sa, la mexicana o la italiana; o que el pandebono sea considerado el mejor pan del planeta. Capítulo aparte merece el puesto 86 ocupado por el mote de queso entre las mejores sopas, distinción que fue celebrada más que el gol de James a Uruguay.
Acá no producimos carros ni cohetes; tenemos materia prima, pero no sabemos cómo procesarla, como si en vez de estar en el siglo XXI viviéramos en la edad de la madera.
Y no hay nada de malo en que nos volvamos potencia culinaria y que nos visiten de todos los rincones solo para probar nuestros platos, pero hay que apuntar más alto, diría yo. Acá no producimos carros ni cohetes; tenemos materia prima, pero no sabemos cómo procesarla, como si en vez de estar en el siglo XXI viviéramos en la edad de la madera, a miles de años de las grandes naciones.
El otro día China anunció que bloquearía Onlyfans en todo el país; llegamos a hacer eso acá y quedamos con la economía de Sierra Leona, con todo respeto. Pasa lo mismo con el reguetón: somos los reyes del género, con embajadores en las emisoras y tarimas de todo el planeta, pero, no nos digamos mentiras, no hace falta ser ningún Brahms para tocar esa vaina. De hecho, hace poco inflamos pecho cuando supimos que una canción de Karol G estaba entre las favoritas de Barack Obama, y con el hecho de que Anthony Hopkins subiera un video bailando La pollera colorá. Ambas cosas sumadas se sintieron como si nos hubieran otorgado el Nobel de Medicina por descubrir la cura del alzhéimer.
Más bien somos potencia del rebusque, por eso estamos llenos de podcasts, por ejemplo. Quizá deberíamos dejar de contentarnos con temas secundarios y mirarnos al ombligo para entender por qué no avanzamos pese a ser el segundo país del mundo que más madruga, con una hora menos de sueño que potencias como Australia, Japón y Alemania, o por qué perdimos el privilegio de entrar al Reino Unido sin visa.
Es que ni en lo malo, que tristemente solía ser lo nuestro, somos los de antes y de tener las peores-mejores organizaciones delincuenciales pasamos a ver cómo los carteles mexicanos y el 'Tren de Aragua' nos tomaron la delantera.
Esto, que debería ser motivo de orgullo porque significa el debilitamiento del sistema criminal, en el fondo les duele a muchos, lo que fija el rumbo errático que llevamos como país y de paso da para preguntarnos por qué somos alérgicos a la excelencia.