Una misma semana se le retiran las condecoraciones al general Arias Cabrales y se anuncia la canonización del latrocinio con el homenaje gubernamental a la espada de Bolívar sustraída a la fuerza de la casa museo, llamada Quinta de Bolívar. Es la incongruencia de los juicios. El general fue la culminación de un proceso demencial. El robo de la espada desencadenó una serie de atrocidades que cuesta enumerar: por ejemplo, las llamadas cárceles del pueblo donde se encerraron empresarios, sindicalistas y señoras de bien, a veces asesinados en indefensión después de un juicio irrisorio, y cuyos cadáveres fueron arrojados a los andenes de la noche bogotana en bolsas de basura para redondear el desprecio. Y siguió la toma de la Embajada Dominicana y luego, el broche de oro, o de plomo, del asalto al Palacio de Justicia, uno de los eventos más espantosos de la historia reciente de Colombia.
El evento oficial conmemora, según el programa, la recuperación de la espada del venezolano secuestrada por la oligarquía. Otra insensatez, si se recuerda que el general perteneció a la más refinada oligarquía criolla y que fue el hombre más rico de Suramérica en su momento, y huésped de la nobleza europea cuando quiso. Además, cuál de las espadas de Bolívar se quiere honrar o rebajar. A Bolívar le regalaban espadas a montones a su paso, de trabajo y de ceremonia, tantas que a veces se dignaba cederlas a sus generales distinguidos o las donaba a los museos de las ciudades en un acto de reciprocidad inútil, en medio de la desolación de la guerra que lideró.
Hay una sintaxis de las estatuas. En la de Tenerani en la plaza de Bolívar, la espada apunta al suelo, significando el fin de la guerra y la sumisión a unas leyes nuevas. Petro se empeña en contar su propia historia desde el día de la posesión cuando se hizo imponer la banda presidencial por la hija del comandante de la pandilla de cocacolos del M-19. Así pretende higienizar y ennoblecer un anecdotario que más valdría olvidar para no entrar en el futuro arrastrando las mustias piltrafas del pasado.
El presidente que jamás la quiso bien ahora la describe como una gran liberal. Pero todo lo hizo Piedad pensando en sí misma.
Ahora comienza también la transfiguración de Piedad Córdoba en heroína popular de acuerdo con el espíritu de los tiempos. Algunos han querido aprovechar su muerte para exhibir su insensibilidad. Toda muerte es un drama cósmico porque implica la desaparición del mundo en el espejo de una conciencia. Y la espantosa soledad de sus últimos días merece respeto.
Otra cosa es que Petro le reproche a la sociedad colombiana el odio por los negros y los pobres, un tema insistente en su discurso reciente. Pero a Piedad no le fue tan mal en eso que llaman la vida pública, con una desgraciada sinonimia. Después de iniciarse en las logias del manzanillismo paisa, fue mimada después por las aristocracias bogotanas que la usaron como a veces usan el vallenato para parecer liberalizantes. Y finalmente, por esas cosas de la vida, acabó participando el sainete criminal de las Farc, como defensora de los derechos humanos de los guerrilleros, y en las componendas financieras del socialismo del siglo XXI venezolano. Yo no creo que amara la paz como dijo. Ayudó a la polarización del país con su carácter cerrero. La izquierda exquisita la despide como una gran demócrata. El presidente que jamás la quiso bien ahora la describe como una gran liberal. Pero todo lo hizo Piedad pensando en sí misma. Y al fin se dejó ilusionar con la idea de convertirse en la candidata de la patria grande bolivariana al amparo de Hugo Chávez. Eso la perdió. Lo de demócrata no cabe con esas alianzas y esas aspiraciones. Cuesta creer en su desprendimiento.
Toda su carrera fue ejemplar del oportunismo. Y en castigo por sus últimas tareas como promotora de la extrema izquierda colombiana, su fabulosa colección de turbantes bien podría pasar al Museo Nacional de Colombia, junto a la toalla de ‘Tirofijo’ y el aguadeño del comandante ‘Papito’. Mientras cambiamos de narrativas.
EDUARDO ESCOBAR