¿Cómo se terminó enriqueciendo Nicolás Petro? Pregunta un periódico. Y la manera de articular el interrogante, que cruje, evidencia el desbordamiento del sentido de las palabras que acrecienta el desorden. En qué consiste la riqueza. En Colombia, los excesos diezmilyunnochezcos de los capos del narcotráfico torcieron la percepción de los valores. Y la ostentación se convirtió para muchos, por falta de una educación sensata, en el fin de la existencia, por el cual se arriesga todo, el honor y la propia vida. Hay unos pájaros de los zarzos que llenan sus nidos de baratijas, pero lo hacen sin pretensiones de deslumbrar.
Tengo desde la pubertad algunas cosas claras aprendidas en mis años de seminarista. Por ejemplo, que la codicia es el único de los pecados capitales que no se sacia. La codicia es la bulimia del corazón. El codicioso nunca encuentra el fondo de su alma famélica. Y acaba por enajenarse en su avidez, sometido por lo que cree poseer, desaparecido de sí mismo. Su imagen extrema es el avaro de las fábulas, sentado en un escaño roto junto al costal de su tesoro, donde a veces los ilustradores incluyen la ironía de un ratón. El Evangelio advierte contra los tesoros que se pudren. Recuerdo a la señora Gucci que una vez dijo que es mejor llorar en un Rolls Royce que en bicicleta. Paró en la cárcel. Por mariticidio.
Existe gente pobre y feliz. La he conocido. Parece una afirmación del catolicismo decimonónico que recomendaba la resignación a los pobres. Pero es cierto. Hace años viví una temporada con una pareja de tolimenses junto a un caño en la Orinoquia. Solo tenían un rancho de piso de tierra, un potrillo, un remo, una escopeta, una caña de pescar para buscar la comida y un hijo que nadaba como un delfín. En ningún otro hogar del mundo encontré más humanidad, tanta placidez, me sentí mejor acogido. Tanto amor tenían que les sobraba para prodigarse en un pedazo de carne de monte, una mesa desnuda alumbrada con un cabo de vela, una charla sencilla después de comer y un espacio para una hamaca. No es resabio romántico: el problema de los seres humanos no estriba en su relación con las cosas sino en el modo de relacionarse con sus palabras.
Lo que ocurre cuando estamos a solas y en silencio, importa. La vivencia del goteo del tiempo en la intimidad. Por desgracia, la quietud interior, el recogimiento en la sombra privada parece insoportable para los habitantes de las ciudades modernas. Y cuando tropiezan con el espanto de la conciencia corren a las discotecas, las playas y las autopistas para aturdirla. El siglo XIX aún valoraba la soledad y el silencio. Hoy son enemigos mortales. Y existe una parafernalia de aparatos para escapar de su llamado, tocadiscos, radios, televisores, y teléfonos para la charlavana social del chismorreo.
Siempre habrá pobres con vosotros, dijo Jesús para defender a la mujer que le ungía los pies de los celos de tesorero de Judas. La igualdad de los bienes, la equidad, no se impondrá por la política. Mientras las palabras se repitan torticeramente para favorecer los espejismos de los instintos primarios.
En un poema Eugenio Montale habla de un limonero entrevisto en un patio por una puerta mal cerrada. Y de la misteriosa certeza de que detrás de cada sombra que se aleja se oculta una perturbada Divinidad. A veces un poema puede hacernos más ricos que nadie en este mundo con la revelación de una imagen. Pero no es el poema. Es la calidad del silencio que deja lo que le concede valor al poema. El silencio después del mero ruido se experimenta como descanso. El que deja el poema cuando calla su rumor está cargado de sentido, es un silencio resonante. Y dice Montale que también a veces a los pobres se nos da nuestra parte de riqueza en el olor de unos limones. Y que entonces deshielan el corazón las trompetas de oro del esplendor solar.
EDUARDO ESCOBAR