Julian Jaynes, sicólogo de Yale, en su libro sobre “la ruptura de la mente bicameral”, afirma que la antigüedad no segregó a sus locos, que solo fueron señalados negativamente con el advenimiento de la conciencia. Platón dijo que Diógenes era Sócrates enloquecido, como un elogio, no como una recriminación.
Jaynes no encuentra, en la literatura de los primeros grupos humanos complejos, testimonios de algún tipo de conducta que condenara a nadie a una diferenciación demasiado radical solo porque no se comportaba como la mayoría o profería cosas estupendas. La imbecilidad se menciona a veces, dice, pero no la locura. Ni en los poemas atribuidos a Homero ni en la Biblia, donde las personas oían voces a destajo, se menciona explícitamente. Y a veces la impertinencia se sacralizaba en cabeza de algún chamán epiléptico.
Por una razón, dice Jaynes: porque todo el mundo era esquizofrénico. El libro sobre la mente bicameral, en cuyo lado derecho residían los dueños de las órdenes que acataban los héroes homéricos, los profetas bíblicos y personajes extremos como Pablo de Tarso, concluye que con la aparición de la escritura las voces interiores se fueron acallando, cuando el cerebro izquierdo se liberó al percatarse de que podía decidir sin la ayuda de las sombras de los reinos espirituales. Según Jaynes, la conciencia es aprendida. No necesita la explicación de un desarrollo biológico desde los sistemas ganglionares de la lombriz hasta Einstein o Hawking.
Las urbes de piedra que llenaron el mundo desde el extremo Oriente hasta las cumbres de los Andes y Centroamérica aún asombran por su perfección y grandeza, pero debieron ser construidas por hombres muy parecidos, que recibían oniciones de los dioses, o de reyes divinizados que podían comunicarse con ellos. Pero desgastada la confianza en la autoridad surgió la angustia de vivir bajo olimpos vaciados. Tal vez al arribo de los europeos, los imperios americanos hacían el proceso hacia la concientización.
Lo sugieren los testimonios de la inquietud de los orejones incas y los sanguinarios príncipes aztecas, plagados de negros presentimientos en el fin de una era, antes de que vieran los primeros caballos. En la casa del llanto de Moctezuma tal vez se pueda entender la transición de la cultura de la vergüenza de la horda guerrera a la de culpa que implica una responsabilidad y quizás la redacción de las primeras leyes.
Para los remotos griegos y los chibchas, por el estornudo se manifestaba un pequeño dios intempestivo que tal vez auguraba un catarro. Todo estaba espiritualizado como en ciertos pabellones de los manicomios. La gente besaba el suelo a sus horas, hablaba a las estatuas, les sacrificaba ovejas, o niños vivos. Cabría suponer que desde el espantoso Asurbanipal comenzó para el hombre una larga marcha culminante en la Ilustración y el apego a las evidencias de la ciencia.
Pero la hipótesis de Jaynes, bien construida y argumentada, parece derrumbarse ante las cosas de hoy: a la especie humana no parecen haberle servido mucho los lujos de la conciencia espacializada, ni la culpa y la carga moral que conlleva la individuación.
El antiguo fuego griego sigue cayendo sobre Ucrania en un despilfarro irracional de poder organizativo y riqueza material por gracia de un paranoico, mientras millones mueren de hambre en todas partes, y personas de aire sensato corren los centros comerciales automatizados comprando inciensos del Tíbet para fumigar las ñomas del alma, flautas hechas en el Japón de Amaterasu, Amida y la Toyota para reeditar contra el aporte civilizador de Julio César las liturgias de los ruidosos celtas, llevan aseguranzas de mamo en las muñecas de las mismas manos de los latrocinios, y esconden un fetiche detrás de la corbata, una estrella, o un patíbulo de oro. La cordura es una quimera como la virtud socrática y la razón cartesiana.
Sócrates tuvo un daimón domesticado en su oído. Y Descartes, ebrio de marihuana en Holanda, pensaba que existía, mientras dudaba si los monos no hablaban, muy sabiamente, por miedo de que los pusieran a trabajar.
EDUARDO ESCOBAR