Debió ser David Herrera, de la librería Boscán, la única en Sincelejo, el que tuvo la idea de hacerme invitar a la primera feria del libro de la ciudad. Lo conozco hace tiempos, no lo había visto en lustros, pero estaba enterado de que había abierto una librería allá.
Al principio me sorprendió pues el nadaísta de invitar a todo siempre ha sido el poeta Jotamario que además goza con eso. Y mi primera reacción fue declinar el honor. Siempre fui “cusumbo solo”, y después del aislamiento de la pandemia me había acostumbrado más que nunca al confort de una soledad bien cultivada, dedicado a la relectura de los libros que más quiero, una tarea que teníamos pendiente el silencio y yo. Sin embargo, después de meditarlo me armé de valor para enfrentar este mundo de enredos, la Bogotá bárbara de ahora, el aeropuerto donde un tinto vale un Eldorado honrando su nombre, las requisas, y el viaje en avión, ese aparato milagroso que vuela aprovechando la resistencia del medio, y que lo hace tan prodigiosamente bien, aunque a veces se caiga.
Años hacía que no respiraba esos vientos sabaneros de horizontes especulares donde las flores son más rotundamente flores, los árboles más increíbles, aún insisten las iguanas sumidas en sus recuerdos de los tiempos de los grandes helechos, y prosperan los chupahuevos, esos avichuchos parecidos a un sinsonte despeinado, que viven de las posturas ajenas.
La feria del libro era pequeña, armada en los pasillos del único centro comercial de la ciudad, idéntico a todos los centros comerciales de todas partes en la creciente uniformización planetaria. Pequeña, pero sorprendente: nunca vi tantas muchachas bonitas comprando libros. Fingí ser un vendedor. Abordé una: qué busca la señorita. Busca libros de poesía. Le ofrezco uno de Anne Sexton que veo a la mano en un mostrador. Y lo compró. Antes de irse me confesó. Ella también escribía poemas. Eso acaba por confesarse tarde o temprano. Le rogué que compartiéramos uno. Y en vez de sacar un sagrado cuaderno empastado con alelíes entre las páginas como usaban las poetas de mi tiempo, abrió su teléfono portátil y me dejó leer en la pantalla unos versos llenos de la fuerza del mejor amor porque no caían en el ridículo como casi siempre los versos de enamorado. Le reproché el final, por celos inconscientes, y porque el remate destruía el equilibrio de la estructura con una declaración inútil. Me dio la razón. Y yo le di mi dirección electrónica por si quería mandarme más versos suyos. Y nos despedimos sin besarnos.
La feria del libro era pequeña, armada en los pasillos del único centro comercial de la ciudad, idéntico a todos los centros comerciales de todas partes.
Mi charla moderada por el poeta barranquillero Jorge Sarmiento celebraba el sexagésimo quinto aniversario del primer manifiesto nadaísta. El lugar atestaba, de muchachas sobre todo, muchachas y muchachas, sonriendo indulgentes mientras yo expandía mis recuerdos de los artistas de las vanguardias de los años sesenta, cuando sus padres ni siquiera se habían visto. Fue una reunión irablemente nutrida. Teniendo en cuenta que Sincelejo tiene medio millón de habitantes a lo sumo, contando los venezolanos. Yo no esperaba tanta gente.
Los organizadores de la feria pusieron a mi disposición un automóvil conducido por un joven locuaz sin impertinencia y atento sin servilismo. De candidez angelical. Una vez declaró con orgullo que de allí no más era el presidente. Yo iba a responderle que también eran de esos pagos Adolfo Mejía, un colombiano mucho más atractivo, y la marquesita del cuento de La sierpe de García Márquez que prefigura la mamagrande. Le pregunté resbalosamente por lo que pensaba del regreso del indecible Ñoño, de su recibimiento apoteósico: y él dijo trágicamente, con un suspiro: esa gente puede ser lo que quiera, pero también es verdad que hizo esto: y señaló un muro empezado, y unos bolardos. En uno, un buitre se comía una cosa que parecía un ratón. Los muros estaban cundidos de publicidad política, rostros y rostros y lemas. Porque en esas andamos en todas partes. Haciendo promesas políticas con rostros y lemas. Mientras el país se desbarata por exceso de ideas, tal vez.
EDUARDO ESCOBAR