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Maldición de lo prohibido

Todo lo vedado acaba por encontrar una vía clandestina de escape.

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La derrota del proyecto para la regulación de la marihuana recreativa es una pésima noticia. Alarga unas confusiones derivadas de los prejuicios de la torpeza política, y deja pendiente una discusión que debió zanjarse hace tiempos.
(También le puede interesar: Los encapuchados)
Los hombres fueron atraídos desde siempre por lo que Baudelaire llamó los paraísos artificiales. En la comunidad de la noósfera, las yerbas, los hongos, los frutos inebriantes fascinan como si aspiraran a revelar sus arcanos al espíritu humano. Algunos como Robert Graves creyeron hallar los orígenes de la conciencia, la poesía y la religión en las amanitas suculentas crecidas al amparo de los pinares. Y en México los hongos de las cagarrutas de la cabra inspiraron a Artaud en su búsqueda de lo sagrado. En mi juventud algunos nos atrevimos a enfrentar las visiones de las hostias doradas que abren en las boñigas después de la lluvia la vivencia del viaje interior, a veces aterradora y a veces de una belleza inefable y salvaje. Aldous Huxley escribió un libro sobre sus experiencias sicodélicas que tituló, siguiendo a Blake, Las puertas de la percepción. Y Cocteau dijo enigmáticamente que no hay que curarse del opio sino de la inteligencia.
La marihuana ya se menciona en Heródoto. Los escitas, dice, empleaban sus semillas cocidas para embriagarse con sus efluvios. Abundan en la literatura los ejemplos del hechizo ejercido por los llamados enteógenos. No solo de pan vive el hombre, ni solo de realidad. También de las fantasías de la conciencia alterada. Las tribus precolombinas consiguieron una cohesión social azarosa a partir de sus borracheras con jugos de tabaco, yagé, cactus y semillas de batatilla, o validos de la brugmansia, una solanácea nombrada también trompeta de ángel. De sus alucinaciones surgieron esos tigres, esas anacondas, esos seres híbridos que decoran sus templos y aún asombran la sensibilidad moderna.
La satanización de las drogas sostiene una gran multinacional con un flujo monetario equiparable con el de la economía alemana, y permea cortes y sacristías.
Alguien dijo que la proscripción de la marihuana es una restricción a la libertad de cultos. Deberían contrastarse los males del uso con los de la prohibición. Esta acarrea consecuencias peores que el consumo. Todo lo vedado acaba por encontrar una vía clandestina de escape. Las economías subterráneas hoy forman monstruosas organizaciones multimillonarias de criminales, verdaderos para-Estados asistidos por ejércitos de sicarios. La satanización de las drogas sostiene una gran multinacional con un flujo monetario equiparable con el de la economía alemana, y permea cortes y sacristías. Nadie imaginó, cuando su trasiego era apenas el negocio incipiente de unos camajanes tercermundistas hartos de pobrezas, que iba a infectar países en apariencia tan sanos y liberales como la Holanda de Spinoza. O que una princesa hiperbórea tuviera que abandonar la universidad ante la amenaza de la mafia. La prohibición solapa una perversión: el rechazo del placer, del goce por el goce, la reducción del cuerpo a instrumento productivo, y en consecuencia trae el desorden en castigo.
Las drogas arcaicas evolucionaron en las sintéticas contando la gasolina de los pobres de andén y el aristocrático éxtasis. Ayer la cantada amapola enfrentó los imperios de Oriente y Occidente en la guerra del opio. Hoy siguen corriendo sus zumos refinados en los laboratorios por las porosas aduanas. Fluyen de la China hacia Occidente los precursores del fentanilo, un opiáceo copiado de la adormidera. Y de los Andes le devuelven el tóxico favor con el clorhidrato cocaína, una droga de la acción, contra su proverbial impasibilidad.
La intervención de la policía en los deleites privados de la gente añade al vicio el atractivo de la aventura para el consumidor, aumenta el lucro del codicioso que le sirve de intermediario con sus demonios, e induce la violencia. No hay drogas inocuas. Ni siquiera la analgésica aspirina, robada a la imaginación del sauce. Ni existen leyes inocentes, según san Pablo.
Para el legendario Anacarsis el primer trago se bebía por salud, el segundo por gusto, el tercero por vergüenza, el cuarto por locura. Y hecho rey, confesó que solo confiaba en los oráculos que lo habían llamado ladrón. Y también dijo que la ley, como las telarañas, atrapa los insectos pero deja pasar los pájaros.
EDUARDO ESCOBAR

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