Lo que la pandemia hizo por decreto, el calor logró hacerlo voluntariamente: encerrar a los británicos en sus casas.
Hubo, es cierto, recomendaciones del servicio de salud. En la universidad nos sugirieron trabajar desde el hogar. Desde el confinamiento por el coronavirus no había visto las calles de Oxford tan desiertas. Los turistas abandonaron la ciudad durante 48 horas –en parte, porque se cancelaron muchos servicios de transporte–. Quienes no resistieron el encierro casero se fueron al Port Meadow, el ejido que bordea la ciudad, a bañarse en el canal de río Támesis que cruza sus prados. Aquello parecía el Mediterráneo, a ratos (no hay que perder la perspectiva).
Este martes se registraron las temperaturas más altas en la historia del país: 40,3 grados centígrados en Coningsby, un villorrio situado 230 kilómetros al norte de Londres, cuyos vecindarios también soportaron temperaturas superiores a los 40 grados.
Una pareja proveniente de Sevilla se mostraba algo perpleja por el estado de emergencia nacional provocado por tales temperaturas, y quizá desilusionada porque venían huyéndoles a los calores de su tierra. La prensa mundial siguió el episodio con notable interés: ‘El clima cálido se apodera de Gran Bretaña, un país que no está acostumbrado al calor extremo’ fue el titular de una crónica en The New York Times.
Quienes venimos del Caribe tropical nos sentíamos en casa, claro, como aquella pareja de sevillanos. Pero el placer momentáneo que produce el sol abrasador en lugares de general ausencia queda pronto apagado por las señales preocupantes de tan inéditas altas temperaturas.
“El calor extremo es un flagelo mundial, no una divertida anomalía parroquial”, advirtió Anjana Ahuja, analista científica del Financial Times.
El placer momentáneo que produce el sol abrasador en lugares de general ausencia queda pronto apagado por las señales preocupantes de tan inéditas altas temperaturas.
Lo sucedido en estos días es apenas otro indicio más del calentamiento global. Antes de Coningsby, las temperaturas más altas en el Reino Unido se habían registrado en Cambridge: 38,7 grados en 2019. Simultáneamente, la ola de calor en Europa ha provocado devastadores incendios forestales en Portugal, Francia, Italia, Grecia y otros países cercanos. No es la primera vez. Pero sus repeticiones son más frecuentes. Por eso, como las altas temperaturas británicas, con récords históricos, han vuelto a encender las alarmas en rojo.
Estamos suficientemente advertidos. Lo estuvimos también antes de la pandemia. Pero las respuestas siguen siendo lentas.
Experiencias como la de esta semana pasada en el Reino Unido acelerarán cambios de actitudes sociales frente a las políticas del medio ambiente. Eso sugiere Will Hutton, columnista en The Observer, quien anota cómo los desastres producidos por los cambios climáticos “transformaron” a Australia en una nación que hoy lidera políticas “verdes”. Algunos de los precandidatos en las elecciones conservadoras para reemplazar a Johnson se vieron forzados a declarar su apoyo a las metas para reducir las emisiones de carbono en 2050.
Vivimos un período de transición energética, desacelerado temporalmente por la guerra rusa en Ucrania pero imparable. Considérense tan solo los cambios en la industria automotriz señalados por Hutton: uno de cada cuatro carros vendidos en el Reino Unido desde 2021 son eléctricos. Las nuevas generaciones parecen bastante conscientes de un problema que, como el coronavirus, solo puede enfrentarse con respuestas globales.
Tales preocupaciones no me han impedido gozar de los calores recientes. He aprendido a disfrutar sopas de remolacha fría que ayudan, como el gazpacho, a soportar altas temperaturas. Aunque para quienes venimos de la tierra del sancocho, una sopa fría es incongruencia.
EDUARDO POSADA CARBÓ