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Opinión

El club de la pelea

No importa el país, importa quién gana el ‘round’ del día.

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El país parece dividido entre dos grupos: por un lado, una minoría atrapada y entretenida con los brillos y las pantallas; por otro, una mayoría en condiciones de pobreza absoluta, sin oportunidades ni a los bienes más básicos. Y en medio de ellos, la política convertida en un espectáculo donde los líderes no buscan construir, sino destruirse mutuamente. Golpe tras golpe, ‘round’ tras ‘round’.
En ‘El club de la pelea’, la novela llevada al cine por David Fincher, la violencia no es solo física, sino simbólica. Es un grito desesperado de hombres atrapados en un sistema que los reduce a consumidores y empleados sin identidad. La lucha no tiene un propósito claro, solo la necesidad de destruirse a sí mismos y al sistema que los oprime. En la política colombiana actual, el paralelismo es inevitable: un club de la pelea sin árbitros, donde los participantes se desgarran unos a otros con una furia que ya no responde a objetivos ideológicos o programáticos, sino al instinto primario de la venganza y la supervivencia mediática.
En el primer consejo de ministros transmitido en directo –un hecho sin precedentes– quedó en evidencia que la política se ha convertido en un cuadrilátero de egos y estrategias de descrédito. Se señalaban, se acusaban, se interrumpían, se lanzaban versiones contradictorias.
Esa misma irracionalidad se traslada a los micrófonos de los medios de comunicación y, qué decir de las redes sociales. Se acusan, exigen renuncias entre compañeros de gabinete, filtran y tergiversan información bajo el amparo de fuentes reservadas, envían anónimos. Si los otros poderes públicos no acatan, se los tacha de traidores. No importa el país, importa quién gana el ‘round’ del día.
En este club de la pelea político, no hay un Tyler Durden que canalice el caos hacia una revolución o, al menos, una transformación. Solo hay líderes enfrascados en una espiral de destrucción que ya ni siquiera parece ser estratégica.
Se acusan, exigen renuncias entre compañeros de gabinete, filtran y tergiversan información bajo el amparo de fuentes reservadas, envían anónimos
Lo que antes era una guerra de movimientos y más tarde de posiciones, hoy es de tierra arrasada, donde la disputa se ha convertido en una lucha frontal sin concesiones, destruyendo todo a su paso. En todos los gobiernos, desde que tengo conciencia política, ha habido guerras frías entre sus : empujones, codazos e incluso algunas zancadillas. Pero lo de hoy no tiene precedentes.
Quienes deberían intervenir para moderar la crisis han optado por la complicidad pasiva. Mientras tanto, los espectadores –los ciudadanos– oscilan entre la indiferencia, el desconcierto, la desesperanza y la fascinación morbosa. Se corren apuestas sobre quién será el próximo en caer, quién recibirá el golpe más certero, quién tendrá el escándalo más viral.
Ya no se dialogan soluciones para el país. La inseguridad creciente, la pérdida de control territorial y la implementación de la paz han quedado relegadas. En su lugar, se apela a las calles, al estallido social, mientras las reformas se desmoronan por improvisaciones en los medios, en los conceptos o en los consensos.
En 2022 lanzamos una advertencia: sin un marco jurídico claro, las propuestas de paz total estaban condenadas al fracaso. Nadie escuchó.
Pero la pregunta que deja ‘El club de la pelea’ sigue vigente: ¿hacia dónde conduce todo esto? En la película, la violencia sin control solo deja escombros y un protagonista que ya no reconoce quién es. En Colombia, si el espectáculo sigue dominando la agenda pública, si la política sigue siendo un ‘ring’ en lugar de un espacio de construcción, el desenlace será el mismo: caos, colapso y un país que se queda sin futuro mientras sus dirigentes pelean hasta la autodestrucción.
MAURICIO PAVA LUGO

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