El Presidente ha renunciado a la aséptica teoría del cambio y al romanticismo que encarna su discurso, para abrazar un peligroso pragmatismo. Tal vez renace en el nivel instrumental la suicida fórmula de la izquierda radical del pasado de "combinación de todas las formas de lucha" con tal de alcanzar sus fines, tal como lo pregonaba Gilberto Vieira, antiguo secretario del Partido Comunista Colombiano.
Ahora dentro del espacio democrático no se trata de mezclar violencia, sino de algo que igualmente la destruye y la desvirtúa, como lo son el clientelismo, la mermelada y el envilecimiento de lo público.
La suerte está echada: las riendas de esa política que exige revolverse en el fango de las prácticas malsanas enquistadas en el sistema estarán a cargo del cuestionado Benedetti. La indignación de los alfiles del Presidente duró poco. Quizás, tras una reunión, esta vez no televisada, el mandatario les haya recordado que, más que progresismo, lo que sostiene al Gobierno es y será un ferviente petrismo. El futuro político del proyecto, y de paso el de sus integrantes, está atado a la suerte y voluntad de su líder.
Los movimientos de Petro deben ser explicados con algo de frialdad. Al asignar a Benedetti ese juego elimina un factor de disociación dentro del gabinete. Ya no coordinará a los ministros. El único sapo amargo que tendrán que pasar es compartir la mesa con alguien a quien consideran la antítesis del progresismo. Al mismo tiempo, el Presidente parece confiar el rol de coordinación a su escudero Alexánder López y la responsabilidad de vigilar el cumplimiento del plan de gobierno a Susana Muhamad; "los puros" gestionarán el legado y sus fines. Un enroque que no limpia la mácula de Benedetti, pero que deja a más de uno tranquilo en la intimidad de Palacio.
Benedetti funge como el necesario operador para lo que el mandatario ha denominado un "frente amplio", faceta meramente instrumental del "cambio".
Superado el impase del fallido consejo televisado y de la fugaz indignación de los "sectarios" –embargados en ejercicios de contorsión argumentativa para explicar su reculada–, falta por explicar el rol de Benedetti. El polifacético barranquillero cumple con los requisitos del cargo y las necesidades de un gobierno que, con el sol a las espaldas, no puede hablar con resultados a la mano y apela a las tradicionales tácticas políticas para preservarse en las próximas elecciones.
Benedetti conoce el Congreso, las dinámicas transaccionales, el críptico lenguaje de los acuerdos parlamentarios y, sobre todo, comparte el ADN de los políticos tradicionales. Sus dotes le permiten ejecutar una doble función: de cara a la agonizante agenda legislativa, aplicar el bien conocido "lentejismo" para tratar de salvar alguna de las reformas. Respecto de las elecciones del 26, le apostará a capitalizar apoyos de todo tipo ante una campaña feroz y donde se anticipa un inevitable cambio de mando. Benedetti funge como el necesario operador para lo que el mandatario ha denominado un "frente amplio", faceta meramente instrumental del "cambio".
El Presidente, sin partido único y con la izquierda atomizada, debe ser consciente de que sus grandes promesas quedarán incumplidas y que la vigencia de su proyecto exige una sólida representación parlamentaria. Le urge también asegurar un espacio en la segunda vuelta presidencial, y con lo que hoy tiene no le basta: debe aruñar electores de otras partes y romper la unidad de los partidos mediante la distribución de cuotas burocráticas. Si gana, garantizará la continuidad de un legado todavía incierto y que solo existe en sus exaltados discursos. Si pierde, será el opositor más incómodo para quien llegue a gobernar y abrirá así la puerta para recuperar el terreno perdido en lo local y aspirar a que el péndulo político vuelva a favorecer al progresismo en el 2030.
Con Benedetti en marcha Petro activó otra forma de lucha, ¿qué más tiene para perder?