La frase "el pobre es pobre porque quiere" hace referencia al imaginario de que a una persona pobre solo le hace falta un poco de voluntad para salir de su condición de pobreza. La famosa meritocracia: la idea de que las personas llegamos a los lugares donde hemos llegado tan solo por mérito propio; que ha sido gracias al trabajo duro, a haber salido de nuestras zonas de confort y a haber roto nuestros propios límites. Claro, la acción siempre será mejor que la inacción; sin embargo, hay varios datos que muestran que la meritocracia es tan solo un mito.
Uno bastante conocido es el del informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde): en Colombia se necesitan once generaciones para salir de la pobreza, es decir, unos 330 años. En cambio, en países europeos como Finlandia habrá que esperar tres generaciones, y en Dinamarca, solo dos. Ese simple dato que analistas colombianos repiten a diario nos muestra una realidad asustadora: la movilidad social en América Latina es casi inexistente. Entonces, el pobre no es pobre porque quiere, sino porque le ha tocado.
Mientras que para alguien que nació en condiciones de pobreza es difícil salir de esa situación, para alguien rico es facilísimo: el capital genera cada vez más capital. Hace unos meses salió una noticia en The Guardian que afirmaba que todos los millonarios de menos de 30 años lo son porque han heredado su fortuna, ninguno de ellos se ha hecho a pulso.
La difusión de la ideología es mucho más sofisticada de lo que se cree: tanto para hacerle creer al pobre que es pobre porque quiere como para hacernos creer que los cambios son tan solo una simple cuestión de voluntad.
Ese poderoso imaginario del self-made man o del "sueño americano", el hombre que logra ascender socialmente por su propio mérito y esfuerzo, es producto de un momento específico del capitalismo, de sus "años dorados", pero es solo eso, un imaginario, porque mientras los países más industrializados del mundo vivían sus años gloriosos, los países periféricos vivían años de violencia y dictaduras.
En mí anterior columna mencioné el trabajo clásico de Paul Willis, Aprendiendo a trabajar: cómo los chicos de la clase obrera consiguen trabajos de clase obrera. En este estudio, publicado en 1977, Willis decidió seguir las vidas de doce chicos en una escuela en Inglaterra. Su objetivo: comprender el proceso de reproducción social de la clase obrera y el papel de la escuela en el mantenimiento de las divisiones de clase en la sociedad capitalista de finales de los años 70, precisamente cuando ese sueño empezaba a resquebrajarse. Sin embargo, la paradoja que Willis destaca a lo largo del libro es que la propia cultura de resistencia de estos jóvenes, creada y recreada de forma autónoma, hacía que acabaran optando por el trabajo manual y, de esta forma, reproduciendo su lugar de clase.
Así, esta reproducción no sucedía de manera mecánica, como si estos jóvenes no tuvieran agencia, sino que lo hacían de manera creativa, a través de algo que Willis llamó la "contracultura escolar". Al rebelarse contra las reglas de la escuela e imponer sus propias reglas, ellos acababan valorizando el trabajo obrero, el de sus familias, interrumpiendo así el sueño de la movilidad social. El trabajo obrero, convencionalmente presentado como un trabajo menos agradable y satisfactorio, era asumido por ellos de manera voluntaria e incluso alegre.
Willis claramente dialoga con una cierta tradición marxista que cree que la ideología dominante se impone de manera mecánica: el hecho de que haya condicionantes estructurales no significa que la gente vaya a obedecer automáticamente, sin oponer resistencia. Todo lo contrario, la difusión de la ideología es mucho más sofisticada de lo que se cree: tanto para hacerle creer al pobre que es pobre porque quiere como para hacernos creer que los cambios son tan solo una simple cuestión de voluntad política.