Acaba de concluir una singular campaña por la presidencia de la República en los Estados Unidos. Contra encuestas y pronósticos que hablaban de un posible "empate técnico" entre los candidatos Donald Trump y Kamala Harris, lo que hubo –tanto en la votación popular como en la estatal– no fue otra cosa que un ostensible triunfo del expresidente y del Partido Republicano sobre la actual vicepresidenta y los demócratas. Una inocultable derrota de la actual istración. Y, además de la ventaja inherente a la diferencia de tiempo entre las dos candidaturas –pues la campaña de Kamala fue muy corta, dadas las especiales circunstancias en medio de las cuales hubo de sustituir al presidente Biden–, influyó el atentado del 13 de julio en Pensilvania y fue determinante el radical discurso de Trump contra la inmigración irregular.
La campaña se desarrolló en medio de la polarización, las ofensas y la propaganda efectista, sin respeto alguno. Un republicano se refirió a Puerto Rico como "isla basura" y el presidente Biden le dijo a Trump: "La única basura que veo flotando por ahí son sus partidarios".
Cabe subrayar que, tanto en esa campaña como en las recientes elecciones europeas, en el debate político que no cesa en España, en los lamentables sucesos que han tenido lugar tras el debate electoral en Venezuela, y también en la prematura campaña electoral que ya comenzó en Colombia, más allá de la procura del bien común y por encima de la búsqueda de soluciones frente a las urgencias y necesidades de la colectividad, están prevaleciendo la intolerancia, el desprecio a las ideas y a las personas; una creciente y enfermiza tendencia a las posiciones extremas y al absolutismo ideológico, que a nada bueno conducen.
Hoy, en muchos países –también en Colombia–, no se discute con argumentos ni razones, sino mediante diatribas, mutuas descalificaciones, noticias falsas o tergiversadas y hasta amenazas en redes sociales. Unos y otros quieren que el ciudadano sea de extrema izquierda o de extrema derecha, sin posibilidad alguna de equilibrio, que se suele señalar como tibieza y debilidad. Así, por ejemplo, haga lo que haga, proponga lo que proponga y diga lo que diga el Gobierno, será siempre negativo, perjudicial y malo –sin posibilidad alguna de salvación– para uno de los extremos, y, según el extremo opuesto, eso mismo será siempre encomiable, absolutamente irable y sin tacha.
Unos y otros quieren que el ciudadano sea de extrema izquierda o de extrema derecha, sin posibilidad alguna de equilibrio, que se suele señalar como tibieza y debilidad.
Es verdad que la confrontación ideológica, la crítica, la denuncia, la diversidad de opiniones y criterios, así como las distintas opciones en materia política, económica, social, cultural, ecológica... son elementos naturales en el interior de una sociedad civilizada. Cada ciudadano, en ejercicio de su libertad, tiene derecho –garantizado en el ordenamiento jurídico– a formar, expresar y difundir sus propias convicciones en esas materias, asumiendo una u otra actitud en el curso de la controversia pública y en los procesos electorales.
Pero, justamente en virtud de esa libertad –que es propia de una auténtica democracia–, cada uno debe poder analizar, discernir, distinguir, considerar y reconsiderar, sin ser por ello señalado, descalificado, ridiculizado o insultado, como lo estamos viendo a diario en medios y redes. A ello conducen el extremismo y la intolerancia.
Una ilustre profesional, estudiosa y seria, nos decía que ha resuelto no volver a opinar públicamente, ni a favor ni en contra de asuntos o decisiones de interés colectivo –que deberían ser objeto de ponderado examen y de fundado apoyo o de amable discrepancia– porque se cansó de ser ofendida desde las posiciones extremas.
Elevemos el nivel del debate público. Una genuina democracia debe ser el escenario propicio para la reflexión colectiva, en busca del bien social; no necesariamente unánime –porque hay libertad–, estructurada, sustentada, con ideas sólidas, no mediante consignas vacías, prefabricadas y efectistas.