Empezó como un meme...

Una joven publicó un tiktok en el que, en medio de lágrimas, afirmaba que ChatGPT era mejor que cualquier terapeuta o amigo porque tenía la capacidad de recordar cosas que ella misma le había contado hace más de un año. Esto me hizo recordar cuando salió la película ‘Her’, en la que Joaquin Phoenix se enamora de una inteligencia artificial con la que habla todos los días. Muchos nos burlamos de lo irreal que era esa situación e. incluso mencionamos con vehemencia que un ser humano nunca elegiría a una máquina sobre el trato de una persona. Hoy no es un meme, no es una película distópica ni un caso particular, es la realidad de muchos jóvenes que prefieren conversar con una IA a la soledad o a la incomodidad de una interacción real.

El mundo en el que vivimos nos exige estar a la vanguardia. No hay tiempo suficiente para vivir todas las experiencias que queremos absorber ni para gestionar cada decepción o tristeza ni mucho menos para construir vínculos o relaciones significativas. Vivimos con ansiedad de que se va a acabar la juventud y que no hemos podido gestar todos los cambios que queríamos en el mundo, necesitamos ir más rápido y luego nos damos tregua porque descubrimos rotos, sabemos que hemos descuidado en demasía nuestro mundo emocional.

Entonces asumimos que todos los problemas de salud mental deben ser trabajados con un terapeuta porque descreemos en nuestra capacidad de proveernos bienestar y buscamos frenéticamente el diagnóstico o la solución en las redes sociales y las inteligencias artificiales.

Queremos que todo tenga soluciones prácticas, que no implique cuestionarnos, que no implique destruir la personalidad y los hábitos que tenemos. No estamos dispuestos a sacrificar y es justo ahí donde fallamos como generación porque, por ejemplo, los jóvenes estamos más enfocados en encontrar a quién amar, con quién construir un proyecto de vida, con quién alcanzar el máximo potencial, pero no nos permitimos disfrutar de la libertad de crear vínculos con los otros o redescubrir lo que creíamos certero.

Así pues, el problema no es que la tecnología exista, no me afana que las IA hagan arte o trabajos de la universidad, sino que los humanos se coarten sus capacidades, habilidades y competencias porque piensan que una máquina lo puede hacer mejor o más perfecto. Nos creemos la narrativa de que somos incapaces, apagamos el motor de las ideas porque es más fácil decirle a una IA que lo haga por nosotros y así, de a poco, entregamos aquello que nos hace humanos y lo que vale la pena de ser uno. El arte se perdió, por ejemplo, en el momento en que creímos que estaba en el resultado final, en la obra y no en el proceso o el diálogo con la espiritualidad de la dedicación, la mirada y el hacer.

Volviendo al punto inicial, el problema no es que jóvenes decidan hablar con las IA, contarles sus problemas o incluso graduarlos como sus terapeutas, sino que justamente ocurre lo que mencionan en la película ‘Parthenope’, que salió este año como una oda a la juventud: “Los jóvenes están con tantas ganas de respuestas apresuradas que no saben hacer las preguntas correctas”. Los modelos de lenguaje encasillan la información que les damos y están diseñadas para complacernos, pero en las relaciones humanas y en la gestión de los problemas de salud mental muchas veces el mayor bienestar viene de la resolución de las preguntas profundas y no del solipsismo.

Hemos decidido abandonar y olvidar esas preguntas porque tememos a la vulnerabilidad: de que el otro me vea incapaz, de que las emociones me desborden o de no tener una solución o creación lo suficientemente perfecta, como si hubiéramos olvidado que éramos una generación que ansiaba vivir experiencias porque el verdadero valor de las cosas está en el proceso y su resonancia con nuestro propósito.

ALEJANDRO HIGUERA SOTOMAYOR

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