Es una moda en la izquierda activista llamar fascista a cualquiera que no comparta los aspectos básicos de su credo. La acusación es categórica, no se preocupa por realizar el menor matiz entre los interlocutores que proponen una visión distinta de las cosas. Se invita alegremente a la cancelación de la contraparte, a terminar la discusión porque el otro no posee la humanidad suficiente para que sus argumentos puedan ser considerados.
La ironía es que quienes recurren de la manera más olímpica a acusar de fascistas a la contraparte pasan por alto los atributos más evidentes del fascismo a la hora de justificar las causas, decisiones y actuaciones de gobiernos y políticos amigos. Posturas y atropellos autoritarios son justificados para defender la sociedad contra el fascismo.
De todas las defensas que hacen los antifachas, la más absurda es la de Putin. Si existe un régimen en el mundo de hoy que tome elementos de la Alemania de Hitler en vísperas de la Segunda Guerra Mundial es el de Putin en Rusia. El derroche de nacionalismo, militarismo, expansionismo, autoritarismo, persecución a cualquier forma de oposición y arranques contra las libertades revive un pasado terrible que Europa pensaba nunca iba a repetir.
Algunos puristas de la definición de fascista aducen que Rusia no cumple algunos atributos como el holocausto, el corporativismo –la economía está en manos de oligarcas amigos de Putin– y la falta de un proceso de movilización permanente de la población a favor del régimen –Putin prefiere la apatía de los ciudadanos–. A la hora de la verdad son detalles menores para alarmar la amenaza que significa Putin para la democracia y las libertades en un nuevo contexto geopolítico. Puede haber autócratas más oprobiosos con sus naciones, pero ninguno tan peligroso para el mundo.
Una Europa debilitada ante Rusia deja a Estados Unidos en una posición más vulnerable frente al avance geopolítico de China, que es su verdadera competencia económica y militar.
De hecho, la defensa de Putin por los antifachas proviene de una lógica distorsionada en que la apuesta por la democracia liberal y los mercados libres constituye en sí un acto de fascismo: ser liberal es ser fascista. Por eso se clasifica de derecha a opinadores que están a favor de las libertades, las elecciones transparentes y periódicas, la redistribución de ingresos, los derechos humanos, el respeto al Estado de derecho, etc.
Estos mismos opinadores ven con horror la postura de Trump frente a la guerra entre Rusia y Ucrania. Su acusación a Zelensky de dictador y de provocador de la invasión –así como la exigencia de la explotación de las tierras raras como pago por la ayuda militar– es impresentable. El primer ministro de Gran Bretaña, Arthur Chamberlain, pagó un precio muy alto en la historia cuando cedió a Hitler una porción de Checoslovaquia, los Sudetes, a cambio de parar la guerra en 1938. Lo que propone Trump es tan absurdo como si Chamberlain no solo hubiera cedido los Sudetes sino que hubiera negociado con Hitler la repartición de la riqueza mineral de Checoslovaquia.
Preocupa que Trump tenga una visión realista tan miope de lo que se juega en la geopolítica mundial con Putin. Es cierto que la Unión Europea ha tomado una posición muy cómoda, tanto en decisiones políticas como en gasto militar para garantizar la seguridad del proyecto político de Europa occidental, y ha delegado el asunto en los contribuyentes de Estados Unidos. Sin embargo, utilizar la invasión a Ucrania para cobrarle esa postura es pegarse un tiro en el pie.
Una Europa debilitada ante Rusia deja a Estados Unidos en una posición más vulnerable frente al avance geopolítico de China, que es su verdadera competencia económica y militar. En el largo plazo, la existencia de democracias que pongan límites a la influencia de regímenes autoritarios es el mejor mecanismo de contención de China.
A menos que Trump tenga los mismos prejuicios sobre la democracia liberal que los antifachas.