A raíz de mi columna
‘La razón versus la fe’, varias personas me han manifestado su extrañeza por declararme no creyente en cuestiones de religión. Por ellas y por todos mis lectores, me siento obligado a darles una explicación, como lo hice en mi libro 'Meditaciones de un octogenario', por cierto de reducido tiraje.
La explicación la tengo muy clara: en sus inicios fue consecuencia de un trauma mental sufrido en la adolescencia, cuando estaba matriculado (sin mi anuencia) en la Iglesia católica y, por supuesto, había sido bautizado, confirmado y recibido la primera comunión. Entonces estudiaba en el Colegio Americano, plantel de orientación religiosa presbiteriana, donde me sentía muy a gusto leyendo desprevenidamente la Biblia. Por complacer a una hermana, postulanta a monja terciaria dominica, fui a confesarme para comulgar el día de su profesión.
El malhadado cura que me correspondió me preguntó dónde estudiaba. “¿Y tú lees la Biblia protestante?”, me espetó. “Sí, padre”, le respondí con ingenuidad. No esperaba que mi respuesta desencadenara su ira santa. “¡Si no te retiras de ese colegio, te esperan los castigos del infierno!”, me dijo exaltado. Quedé anonadado, aturullado. Desde ese momento se inició mi orfandad religiosa.
La explicación la tengo muy clara: en sus inicios fue consecuencia de un trauma mental sufrido en la adolescencia, cuando estaba matriculado (sin mi anuencia) en la Iglesia católica.
Años después leí una novela titulada 'Cristo se detuvo en Éboli', del médico y escritor italiano Carlo Levi. En ella cuenta que un día, el cura del pueblo fue a visitarlo a su casa y vio una Biblia de edición protestante, que mantenía sobre el velador. La reacción del sacerdote fue dar un salto espantado, como si hubiera visto una serpiente, y exclamó a voz en cuello: “¡Qué libros lee usted, doctor! Arrójelo por favor”.
Deduje entonces que entre las distintas vertientes cristianas existe una inocultable rivalidad, la cual aclaré con el correr del tiempo. Mutatis mutandis, lo sucedido al médico novelista fue algo similar a lo vivido por mí, con la diferencia de que él ya estaba formado religiosamente y yo, en cambio, atravesaba una época de inmadurez. Por eso, en él la manifestación del cura no hizo mella; en mí dejó huella indeleble.
Dando cauce a mi extravío religioso, espiritual, me embarqué en la lectura de 'La ciudad de Dios', obra en la que san Agustín hace la defensa de la existencia de Dios; leí las famosas 'Cartas a un escéptico en materia de religión', escritas por el presbítero y teólogo español Jaime Balmes; ninguno de los dos me convenció. También acudí al rabí Mosé ben Maimón (Maimónides) con su 'Guía de perplejos'. Llegó a tanto mi afán por encontrar la verdad que me atreví a adentrarme en 'El Korán' (Ediciones Ibéricas), no obstante que Schopenhauer despectivamente lo llamara “ese librejo”, pues no pudo descubrir en él una sola idea de valor.
De su lectura regresé a mis años de adolescente, pues en el capítulo LVI leí: “Mas si fueres de los que niegan a los Profetas y viven en el error, su habitación será el agua hirviendo. Y será echado al fuego del infierno para que allí se queme”. La expectación que puse en la 'Guía de perplejos' también fue un fiasco, por el lenguaje críptico y vaporoso –a la manera pitagórica– usado por el judío Maimónides.
He aquí una muestra: “La materia es un gran velo que impide ver la Inteligencia como realmente es, incluso la más noble y pura, quiero decir la materia de las esferas a fortiori, esta obscura y túrbida que es la nuestra. Por tal motivo, siempre que nuestra inteligencia aspira a ver a Dios, tropieza con ese velo interpuesto entre ambos entes”.
Entendí entonces que la causa de mi perplejidad religiosa radicaba en la falta de esa mágica visión que poseen los dotados de fe, bien llamada “fe ciega” o “visión intuitiva de Dios”. Es que, como los Vedas (hindúes), yo necesito ver para creer. No me basta el Verbo, la palabra. Con el paso de los años y mi maduración intelectual, basada en la razón, he podido despejar las dudas que me desvelaban.
FERNANDO SÁNCHEZ TORRES