Está comenzando el año escolar y parte de lo que suele hacerse es un repaso de lo visto el año anterior. Con frecuencia los maestros descubren que buena parte de los avances que creyeron obtener en el año anterior se perdieron durante las vacaciones. Más difícil suele ser indagar qué cosas nuevas aprendieron en su período de receso, pues nos inclinamos a ver lo que les hace falta a los niños y jóvenes y no lo que tienen en abundancia.
También resulta saludable que los colegios tengan claros los logros institucionales previos con el fin de afianzarlos, así como los problemas que les quedaron pendientes para avanzar en su solución. Otro tanto sucede en las entidades territoriales, máxime cuando llegan nuevos funcionarios a las secretarías de Educación y, de repente, se les ocurre que nada de lo anterior es apropiado. La importancia de los períodos de empalme es precisamente establecer en qué estado están las cosas para dar continuidad a aquellas que venían funcionando bien y acometer las acciones necesarias para resolver los pendientes, que siempre son muchos.
Más que muchas leyes se necesita con urgencia encontrar estrategias cada vez más eficaces para asegurar que el derecho fundamental a leer y escribir se garantice.
A final del año pasado el país fue notificado de uno de estos retos impostergables: nuestros jóvenes están llegando a noveno grado sin saber leer y escribir. Esto para no hablar de su lamentable nivel en el dominio de las matemáticas.
En lectura, alrededor del 49 % de los estudiantes en Colombia alcanzaron el nivel 2 o superior en las pruebas Pisa, mientras el promedio de la Ocde es del 74 %. Esto significa que el 51 % de la población adolescente es incapaz de identificar la idea principal en un texto medianamente largo, encontrar información basada en criterios explícitos y dar una opinión propia sobre el propósito y la forma de los textos cuando se les pide que lo hagan. Solamente el 1 % de los estudiantes evaluados están en el nivel 5, mientras el promedio de los países de la Ocde en este nivel es de 7 %. Es de anotar que estas pruebas evalúan la lectura, pero no la escritura, lo cual podría empeorar mucho el panorama.
Es legítimo el énfasis del Gobierno en abrir oportunidades de educación superior para todos los colombianos, pero si más de la mitad de los bachilleres del país son incapaces de leer un texto de corrido, saber lo que dice y formarse una opinión propia sobre su contenido, no pasará de una buena intención. El problema es que esta enorme limitación cultural, porque la lengua escrita es el vehículo indispensable para acceder al conocimiento, la historia y toda la herencia de la humanidad, está teniendo repercusiones perversas en las instituciones de educación superior.
Las universidades tienen la enorme responsabilidad de formar a quienes constituyen la élite intelectual de la sociedad. Médicos, abogados, ingenieros, economistas y demás profesionales asumirán a lo largo de su vida las grandes responsabilidades políticas, istrativas, científicas y prácticas de las cuales depende el progreso de todos. Por eso la calidad de la educación superior es un imperativo ético y no solamente un lujo opcional de algunas instituciones. Cada día estamos confiando la vida individual y el destino colectivo a personas que suponemos calificadas para asegurar nuestro bienestar. El problema es que ya muchos profesores universitarios se encuentran con estudiantes completamente incapaces de seguir el hilo de un texto complejo o de redactar un trabajo relativamente sencillo. El dilema es que si los reprueban las aulas se desocupan, pero llevarlos hasta el final de una carrera es asumir que la excelencia no es posible.
Creo que el repaso obligado de comienzo de año, tanto para las istraciones locales como para el Gobierno Nacional, es recordar que más que muchas leyes se necesita con urgencia encontrar estrategias cada vez más eficaces para asegurar que el derecho fundamental a leer y escribir se garantice efectivamente, como base para el ejercicio de todos los demás derechos.
FRANCISCO CAJIAO