La política de seguridad del actual gobierno no se construyó como el resultado de un sensato análisis entre expertos, con claros fundamentos teóricos y conceptuales. Tampoco se conoce que en la campaña o durante la transición se hubiese hecho la indispensable calibración de oportunidades, riesgos, amenazas y capacidades. La ausencia de ese sustrato técnico dejó sin brújula la toma de decisiones en tan fundamental asunto para la sociedad.
El pecado original fue la ausencia de reconocimiento de que la seguridad de los ciudadanos, del territorio y del Estado es una responsabilidad de tales dimensiones que debe estar por fuera de los cálculos políticos, electorales e, incluso, por fuera de las vanidades del presidente de turno. Desafortunadamente, algo que sería obvio para cualquier estadista no lo fue para el presidente Duque, que se dedicó desde el primer día a istrar la seguridad nacional como su propio coto de caza, exclusivamente con miras a su favorabilidad, con permanentes propósitos electorales y en beneficio del partido de gobierno.
La cadena de errores es inmensa, arrancando por el nombramiento del defenestrado ministro Guillermo Botero, quien impulsó con ahínco la politización de la Fuerza Pública, iniciada por Álvaro Uribe, quien es responsable de haber inventado y aupado la peligrosa división en las Fuerzas Armadas entre los institucionalistas y los guerreristas. Esa división ha reducido la efectividad, la coordinación, la armonía y ha debilitado el espíritu de cuerpo de la Fuerza Pública.
El siguiente error de Duque fue carecer de la altura política para asumir su rol constitucional de mandatario de todos los colombianos y responsable de defender la Constitución, para implementar a cabalidad los acuerdos de paz. Para alimentar su pueril resentimiento contra Santos, hacerles eco a un puñado de fanáticos en sus huestes y darles gusto a las tesis uribistas, cometió el craso error de desestimar el inmenso aporte estratégico que tienen todos los componentes de los acuerdos de paz.
Los acuerdos de paz eran la más poderosa arma, la mejor herramienta, para avanzar en la seguridad nacional. Esa decisión de incumplir y esa actitud de indiferencia hacia los acuerdos terminaron legitimando el surgimiento de las disidencias, dejando expósitos los territorios liberados por la paz para que hoy sean presa de las organizaciones criminales y proyectando indiferencia hacia el asesinato de líderes y desmovilizados con lo que se rompió la credibilidad de las comunidades en la protección del Estado.
En materia de la seguridad territorial, la fallida política hacia Venezuela, construida sobre la ingenua base de que nosotros seríamos capaces de tumbar a Maduro –que solo se necesitaban un empujoncito y un concierto en la frontera– nos ha dejado durmiendo al lado de un animal herido y acorralado, resentido y a la defensiva. Venezuela, por su complicidad con los terroristas y el crimen organizado de origen colombiano, además de su capacidad estratégica destructiva, es hoy una amenaza severa para la seguridad nacional. Ese es el costo de que en el tema de Venezuela, Duque una vez presidente siguió actuando como si aún fuera candidato.
Finalmente, la negación y la indiferencia del Gobierno hacia los graves problemas de seguridad social que experimenta el país son las responsables del principal fracaso de su gestión en este frente: la avalancha imparable de masacres de ciudadanos y de asesinatos de líderes. Presidente, los ciudadanos asesinados, sometidos, amedrentados, reclutados a la fuerza no son el enemigo. Ellos son las víctimas.
Dictum. “El propósito de la contrainteligencia es desarticular, y es inmaterial que existan o no los hechos para justificar los cargos”. J. Edgar Hoover, director del FBI (1935-1972).
GABRIEL SILVA LUJÁN