La historia nos ha demostrado que las guerras se inician de diferente manera, pero siempre terminan igual: en una tragedia para los pueblos involucrados. El acontecer humano también enseña que el paso de una situación de convivencia pacífica a un estado de guerra no ocurre por generación espontánea. Es un proceso de acumulación de tensiones, de decisiones desacertadas, de oscuros cálculos de intereses, de errores, e incluso de accidentes, que en algún punto disparan una escaramuza que rápidamente se convierte en una guerra irreversible.
En seguridad nacional se usa un concepto fundamental: el de la “actitud” de la fuerza. La “actitud” se refiere a la postura estratégica con que se enfrentan las posibles amenazas. En el caso de Colombia, la doctrina histórica ha sido la de mantener una actitud estrictamente defensiva. Esa posición la está cambiando el presidente Duque. Ahora, frente a Venezuela, ha asumido una posición claramente provocadora.
El Gobierno se ha embarcado en alimentar un ‘animus bellicus’ frente al país vecino. La retórica presidencial; los discursos patrioteros del ministro de la Defensa; el manejo propagandístico de la información sobre seguridad nacional; la insistencia en este momento de crisis fiscal en comprar aviones de combate y los inusuales ejercicios y despliegues militares en la frontera, todo indica que ahora se ha transitado doctrinariamente hacia una actitud estratégica que fácilmente se interpreta como agresiva y belicista.
Como dice Carl von Clausewitz, “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Entonces, hay que preguntarse cuáles son las motivaciones políticas que están detrás de la nueva beligerancia militarista y la retórica guerrerista en la postura del actual gobierno hacia Venezuela. Es bien conocida la fórmula mediante la cual los gobiernos frágiles, acosados por falta de legitimidad interna, arrinconados por su incapacidad de atender los problemas reales de la gente, carentes de reputación internacional y debilitados por el ascenso de la oposición, recurren a alimentar el fervor nacionalista, al fantasma de una agresión externa y hasta la misma guerra para tratar de recuperar popularidad y evitar su colapso.
Para ilustrar el punto, basta mencionar solo dos ejemplos: primero, el desplazamiento de miles de soldados en actitud guerrerista a la frontera con Ucrania, por orden de Putin, precisamente coincidiendo con las protestas masivas en Rusia y el ascenso del líder opositor Navalny; segundo, la ‘guerra de las Malvinas’ resultado del esfuerzo de la dictadura argentina por reversar su deterioro político y disipar la presión nacional e internacional por la sistemática violación de los derechos humanos.
En el frente geopolítico se equivoca el gobierno Duque si está asumiendo que Biden lo va a sacar del lío si la situación se le sale de las manos. Además, Rusia estaría dichosa de que una confrontación entre Colombia y Venezuela sea la excusa perfecta para robustecer su presencia militar en la zona. Para no hablar de unas disidencias convertidas en quinta columna en medio de una guerra binacional.
El Gobierno está peligrosamente aplicando la fórmula de la provocación. Y eso no pasaría de ser una estrategia costosa, desesperada y patética, si al otro lado de la frontera el dictador Maduro no estuviera viviendo circunstancias políticas similares a las de Duque. Hay un alto riesgo de que se encuentren el hambre con las ganas de comer y que ambos líderes decidan que una confrontación bélica es el camino más expedito para solidificar su endeble posición política interna.
Dictum. La improvisación en el manejo del covid es indignante. Pero que, además, nos digan mentiras babosas todo el día es insultante.
GABRIEL SILVA LUJÁN