En los años ochenta, a mi regreso de París, me vinculé con la Universidad del Valle. A los pocos meses, gané un concurso público docente que me permitió contar con una estabilidad laboral permanente.
A partir de esta fecha, me convertí en el escritor bifronte que alternaba la creación literaria con la docencia universitaria.
Desde el primer día que pisé el campus de Meléndez, sentí un aire de libertad que nunca había respirado en otra parte.
El campus era una ciudadela llena de árboles donde los estudiantes podían visitar la biblioteca, gozar de un experimento en un laboratorio, ver una película, jugar fútbol en el centro deportivo, o bailar los viernes en la noche en las verbenas que organizaban los estudiantes.
La libertad, que es lo más preciado de la humanidad, iba unida a la paideia, a la educación, que es necesaria para formar hombres y mujeres libres.
A veces, los jueves en la tarde, se oían “papas-bomba” y gases lacrimógenos que interrumpían las clases y el tráfico vehicular de las avenidas adyacentes. Al día siguiente, el día viernes, la universidad parecía un jardín de paz donde no se mataba ni una mosca.
El alma mater era un prisma multicultural donde los profesores teníamos la función de enseñar y los estudiantes, el derecho a estudiar. En muchas ocasiones, eran los estudiantes quienes nos enseñaban con sus ensayos luminosos y sus exposiciones eruditas.
Hoy, después de treinta y cinco años de recorrer la arboleda de la universidad, he decidido jubilarme de la docencia universitaria. ¡Más no de la escritura!
Univalle me enseñó los conceptos de “inclusión” y “diversidad”, cuando en un salón de clases veías a un grupo de indígenas con su bastón de mando; una pléyade de afros con su cabellera ensortijada; o una joven tomada de la mano con su pareja.
En Univalle me hice escritor y profesor universitario. Como Miguel de Unamuno, María Zambrano, Ricardo Piglia, y tantos escritores que, para ejercer este “oficio de tinieblas”, han tenido que refugiarse en los centros académicos.
En mi amada alma mater ejercí plenamente la libertad de expresión, y nunca fui censurado.
En una ocasión, cuando era jefe del Programa de Literatura, mi secretaria me dijo: “Papi, ¿paso las notas de los estudiantes al computador?”.
Yo me sonrojé y prometí que ante este manifiesto acoso, no iba a poner la queja al Centro de Género. Mi secretaria se excusó diciendo que le perdonara el lapsus afefctus amare.
Hoy, después de treinta y cinco años de recorrer la arboleda de la universidad, he decidido jubilarme de la docencia universitaria. ¡Más no de la escritura!
En esta columna, quiero expresar mi gratitud sincera a Univalle por estas tres décadas, ¡bien leídas y vividas!