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Conmemoraciones

La decadencia de las conmemoraciones clásicas y del auge de las nuevas es evidente.

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La columna bicentenaria ha dado un giro a Historias en público. Nuestros textos se extenderán a la reflexión conjunta sobre las complejas experiencias humanas en el tiempo, la la comprensión crítica de nuestro presente y el fomento decidido de la imaginación histórica.
En los últimos años, las conmemoraciones clásicas, las que celebran hechos decisivos en el nacimiento o desarrollo de un Estado-nación como el nuestro y tienen carácter oficial, han perdido importancia ante otras nuevas, que surgen de repente, fugaces, una tras otra. El fenómeno es internacional, pero la forma que toma varía bastante de país en país. Una búsqueda rápida en los números de este año de EL TIEMPO arroja los siguientes resultados para Colombia: 100 años de la muerte de Julio Garavito (sí, el del billete de $ 20.000), 40 de la toma de la embajada de República Dominicana en Bogotá, 37 del terremoto de Popayán, 26 de la masacre de La Chinita en Urabá, 25 de la firma del tratado de libre comercio entre México y Colombia, 21 del terremoto del Eje Cafetero, 20 de la masacre de El Salado en Carmen de Bolívar o de la desaparición de siete funcionarios del CTI de la Fiscalía en Valledupar, 9 de la ley de víctimas, para no hablar del aniversario número 23 del puño que le pegó José Luis Chilavert a Faustino Asprilla en las eliminatorias del mundial Francia 98. Ejemplos como este último pueden hacernos desconfiar del auge de las nuevas conmemoraciones, pero no debemos perder de vista que se trata de una excepción en la lista.
Lo primero que llama la atención al historiador es la cronología: solo uno de los acontecimientos de la muestra queda por fuera del marco muy bien delimitado de los últimos 40 años. Sin contar los dos terremotos, un TLC y la trompada del peso pesado paraguayo, el resto de los sucesos hace parte de lo que los colombianos conocemos como conflicto armado. Tengo la impresión de que no se trata de una coincidencia. En uno de los artículos consultados se puede leer lo siguiente: “Quien haya vivido esa etapa con seguridad tiene una memoria personal, un recuerdo cercano, de esa tragedia”. En este caso, quienes nacimos en la década del setenta o antes rememoramos eventos que sucedieron durante nuestras vidas, así no hayamos sido sus protagonistas. Aquí hay una diferencia gigantesca con las conmemoraciones ligadas al nacimiento y desarrollo de la nación, las clásicas como el 20 de julio o el 7 de agosto: lo que recordamos de esas fechas no lo vivimos, supuestamente lo aprendimos en el colegio. Pero justo en las últimas décadas, mientras nació, creció y se reprodujo nuestro conflicto armado, la enseñanza de la historia en los colegios empezó a morir lentamente. ¿Cómo recordar entonces algo que ni se vivió ni se aprendió? Esta es, creo yo, una de las razones de la decadencia de las conmemoraciones clásicas y del auge de las nuevas.
Las primeras, a pesar de ser anuales, se hacen sentir con más fuerza en los centenarios o semicentenarios, sesquicentenarios, etc. Se limitan a eventos de los que la patria pueda estar orgullosa: el año pasado, el bicentenario de la derrota decisiva de los realistas en la batalla de Boyacá (1819) y el año entrante, el del principio del fin de la esclavitud en estas tierras con una ley expedida por el Congreso de Colombia (1821). Por último, lo que está en juego en ellas son los fundamentos mismos de la república: por eso intentan llegar al mayor número de ciudadanos, casi siempre con un cuento viejo que debe ser oído sin mucha crítica.
Por el contrario, las nuevas conmemoraciones son fugaces porque nadie sabe si se celebrarán más de una vez; no esperan siquiera medio siglo y no se ciñen a la tiranía de los múltiplos de 5 o de 10 (vimos aniversarios número 9, 21, 23, 26 y 37). Tampoco se limitan a eventos gloriosos: por el contrario, la muestra recogida indica que los dolorosos son los más apetecidos. Finalmente, sus narrativas no son fundacionales y, por lo tanto, es difícil que lleguen a tanta gente como las clásicas: se trata de interpretaciones más críticas, en las que, sin embargo, el sentimentalismo tiende a nublar la vista de los emprendedores de la memoria, los que mandan la parada de las nuevas conmemoraciones.
Pese a los defectos de unas y otras, las virtudes de las conmemoraciones son grandes y deberían ser aprovechadas por los historiadores. Si el aniversario es un pretexto, cualquiera es bueno y no hay necesidad de estar pensando solamente en bodas de plata o de oro: también las hay de papel, algodón y cuero, entre muchas otras.
Tampoco debemos limitarnos a las últimas décadas ni concentrarnos exclusivamente en tragedias o en epopeyas, pues la historia de cualquier país es una combinación de ambas y de todas las posibilidades dramáticas intermedias. Sobre todo, no se trata ni de recitar lo que nos enseñaron ni de recordar lo poco que cabe en la memoria de cada uno de nosotros, sino de mirar el pasado de la manera más crítica y menos sentimental posible.
Todo esto lo escribí para empezar a hablar del aniversario 166.° del 17 de abril de 1854, una fecha que ningún colombiano recordará el próximo viernes. Pero eso tendrá que esperar hasta una próxima columna.
Carlos Camacho Arango
Docente e investigador de la Universidad Externado de Colombia.

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