Este espacio promueve la reflexión, en conjunto, sobre las complejas experiencias humanas en el tiempo, la comprensión crítica de nuestro presente y el fomento decidido de la imaginación histórica.
Imaginemos por un momento que recorremos una ciudad colombiana en 2050. Nos resultaría apenas normal que existiera una carrera Santander, una plaza Caldas, un museo Alfonso López Pumarejo, un jardín botánico dedicado a la memoria de Carlos Eugenio Restrepo o una terminal de transportes en honor a Rafael Núñez. Sin embargo, nos sorprendería saber que la principal biblioteca de la ciudad lleva el nombre de Juan Sámano o de Fernando VII y que el parque de tal barrio periférico ostenta una estatua en recuerdo de Theodore Roosevelt (“we took Panama”). Este aturdimiento se mudaría para muchos en franco desagrado al enterarse de que esa ciudad dedicó calles y paseos, estaciones de metro e instituciones relevantes a figuras execrables del narcotráfico, la guerrilla y el paramilitarismo, así como a fechas trágicas (el 6 de noviembre de 1985 –toma del Palacio de Justicia–, por ejemplo).
Como se ve por la clasificación precedente, en asuntos conmemorativos, el tiempo abre una brecha entre el desconcierto y el estupor, de modo que los personajes polémicos del pasado distante suscitan por lo general reacciones menos violentas que aquellos cuya trayectoria es más reciente. Hoy, pocos chistarían por un monumento de Simón Bolívar, José María Obando o Mariano Ospina, pero en 1817, 1841 o 1860, respectivamente, su inauguración habría desatado un escándalo de grandes proporciones. Por eso mismo, la erección de una estatua de ‘Tirofijo’ en la población venezolana de El Amparo, estado de Apure, fue censurada en nuestro país con tanta acritud en 2010.
Las reacciones iconoclastas pueden ser también hijas repentinas de las circunstancias. En efecto, los personajes o eventos históricos se tornan en ocasiones súbitamente controversiales. En 2014, un ciudadano destruyó a martillazos en Cartagena una placa conmemorativa, indignado por el oportunismo rastrero de las autoridades que buscaban homenajear al príncipe de Gales durante su visita a la ciudad. Más recientemente, las estatuas de Cristóbal Colón han sido derribadas o decapitadas en los Estados Unidos, porque se han convertido en un símbolo racista en el contexto de la muerte atroz de George Floyd.
Por lo dicho vale la pena considerar la propuesta que entraña la nomenclatura imaginaria descrita al comienzo de esta columna. En países republicanos como el nuestro, la toponimia urbana suele ceñirse a una regla de oro: los homenajes se tributan a los muertos, nunca a los vivos. Además, los nombres se eligen de acuerdo con un propósito magistral: interesa únicamente configurar un reducido panteón y un escaso repertorio de fechas, porque, en lugar de la historia y sus complejidades, el objetivo real es establecer una jerarquía moral en la que solo los buenos tienen nombre y únicamente se reconoce la existencia de los hechos venturosos. Poco importa que el consenso sobre el que reposa la elección de las figuras o las fechas rotulables sea tan deleznable o discutible. La pretensión vana de fosilizar lo que es dinámico por naturaleza sigue encandilando a nuestros inseguros pedagogos.
La nomenclatura futurista que he esbozado funcionaría de manera harto distinta. Para empezar, la elección de cualquier nombre o acontecimiento provendría de la constatación simple de su impronta o calado, más allá de toda consideración política o partidista. En segundo lugar, se asumiría, no tanto la relatividad del bien o el mal, cuanto la entidad mutable y multiforme del pasado. Finalmente, se comprendería la historia como resultado de fuerzas contradictorias y de interacciones a menudo violentas. El entramado hipotético de nombres de la ciudad del 2050 no suprimiría la polémica ni la iconoclasia; sería polémico de principio a fin. Pero en lugar de leerse como un catecismo, conformaría una especie de diccionario enciclopédico básico.
Daniel Gutiérrez Ardila
Docente-investigador de la Universidad Externado de Colombia.