Las últimas semanas han traído noticias positivas en materia de cooperación financiera internacional, gracias, en gran medida, a cambios en las posiciones de Estados Unidos bajo la istración Biden. Varias representan apoyos a los países en desarrollo.
La primera es el acuerdo para emitir 650.000 millones de dólares en derechos especiales de giro (DEG), el activo de reserva del FMI. Cerca de dos quintas partes beneficiarían a los países en desarrollo. Queda por acordar cómo canalizar los DEG no utilizados, en particular de los países desarrollados, a fondos especiales de financiamiento para los países de ingresos bajos, pero no hay acuerdo para usarlos también para apoyar a los países de renta media.
La segunda noticia favorable es el respaldo de Estados Unidos a una tasa de impuesto mínimo para las empresas a nivel mundial, en el contexto de las negociaciones en el Marco Inclusivo de la Ocde. Todavía es necesario acordar cuál sería esa la tasa y la base impositiva.
La tercera es la extensión de las iniciativas del Grupo de los 20 para suspender el pago del servicio de la deuda de los países de bajos ingresos y renegociarlas en casos críticos.
La debilidad de estas iniciativas es el apoyo limitado a los países de ingresos medios, donde viven cerca de dos tercios de los pobres del mundo. Muchos de ellos se han visto, además, fuertemente afectados por la crisis, entre ellos los latinoamericanos.
En primer lugar, y en contraste con la decisión del G20 en 2009 de capitalizar todos los bancos multilaterales de desarrollo, no ha habido un llamado para hacerlo ni en 2020 ni en 2021. La única decisión ha sido aumentar los recursos de la Asociación Internacional de Fomento del Banco Mundial, en beneficio de los países de bajos ingresos. Y, como ya lo señalé, no hay acuerdo sobre cómo los DEG no utilizados podrían canalizarse hacia países de renta media.
Tampoco hubo una decisión para reformar la política de recargos crediticios del FMI, que aumenta el costo de financiamiento cuando los préstamos exceden ciertos montos o tienen plazos largos. Estos recargos deberían suspenderse para apoyar la recuperación de los países durante la crisis actual, y ojalá eliminarse permanentemente.
Cabe agregar que las líneas de crédito del FMI más utilizadas en 2020 fueron las de emergencia. Aunque son pequeñas, tienen dos ventajas: aprobación rápida y sin condicionalidad. Por estas razones, el FMI debería duplicarlas en 2021.
El apoyo a los países de renta media es esencial por el riesgo de una reducción del financiamiento del sector privado internacional debido al alza de las tasas de interés en Estados Unidos y, en cualquier caso, muchos de ellos no tienen a ese financiamiento. Esto incluye el grupo de países que ya enfrentan o corren el riesgo de experimentar una crisis de deuda.
Debe agregarse que, más allá de la crisis, el debate internacional tiene que incluir reformas de largo plazo. Una de ellas es adoptar un sistema por el cual los DEG no utilizados puedan considerarse depósitos de los países en el FMI y que la institución puede utilizarlos para financiar sus programas. Además, la participación de los países en desarrollo en la asignación de DEG debe aumentar, porque tienen una mayor demanda de reservas de divisas y, por lo tanto, son los s más importantes de DEG.
Finalmente, las reestructuraciones de deudas pueden gestionarse en el corto plazo con un mecanismo ‘ad hoc’, tal vez similar a la Iniciativa Brady de 1989, que otorgó una garantía a los bonos emitidos en los procesos de reestructuración. Sin embargo, más allá de las soluciones de corto plazo, el diseño de un mecanismo institucional para facilitar la renegociación de las deudas soberanas debe estar en la agenda, más allá de los mecanismos acordados durante las crisis previas.
JOSÉ ANTONIO OCAMPO