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El poder como un hecho social es uno de los elementos definitorios de la condición humana.

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Cuando en julio de 2010 estalló el escándalo de los famosos wikileaks, Umberto Eco hizo una columna magistral en la que decía que lo grave allí no eran las revelaciones en sí mismas, su carácter bochornoso y vulgar, saber cosas que ya sabíamos como que Berlusconi era un sátiro y un cínico, por ejemplo, sino que con ellas se desacralizaba el poder, perdía por completo su majestad y su legitimidad.
(También le puede interesar: ¿El Estado soy yo?)
Parece un argumento elitista pero no lo es en absoluto, porque el poder es un misterio: uno de los fenómenos que más han intrigado y deslumbrado a la humanidad a través de los siglos, desde la prehistoria, y sus resortes y rituales, sus hilos y secretos no dejan de inquietarnos, de confrontarnos con lo más profundo y revelador de nuestra especie. El poder como un hecho social es uno de los elementos definitorios de la condición humana.
Por eso hay mucho de religioso en él, sin duda, incluso en el mundo moderno, tan orgulloso de su racionalismo, su laicismo y su secularidad. En el fondo sigue operando la misma dimensión sagrada y simbólica del poder, o como lo decía don Manuel García Pelayo, uno de los más brillantes analistas de estas cosas, el poderoso abandona su condición terrenal y vana y se vuelve, quiéralo o no, la idea arquetípica del poder: la encarnación de su fuego inconcebible.
El poder, incluso en las democracias más radicales, entraña unas formas que lo legitiman y lo hacen funcionar, un cierto decoro que le da sentido. 
Esa era la razón, a mi juicio muy válida, de la queja de Umberto Eco: que con los wikileaks se humanizaban en exceso los poderosos, se les veían todas las costuras y miserias, no había nada excepcional en ellos. Algo que es perjudicial incluso en las democracias, donde el principio que rige, se supone, es el de la igualdad, la aspiración muy noble y deseada durante siglos de que cualquiera pueda llegar a lo más alto siempre y cuando el pueblo lo decida.
Pero el poder, incluso en las democracias más radicales, entraña unas formas que lo legitiman y lo hacen funcionar, un cierto decoro que le da sentido. Ese decoro se perdió casi por completo en esta época delirante de las redes sociales, en la que muchos poderosos creen que el mejor camino para reivindicar sus ideas es el del compadrismo recochero y querendón, el chaqueteo demagógico y postizo, además, con cuanto orate se les cruce en su timeline.
Llevamos ya muchos años, diría que demasiados pero son más los que faltan, en los que el ideal benéfico y positivo, en teoría, de la cercanía entre el poder y la gente, ha engendrado también un orden patético y tóxico en el que muchas figuras con responsabilidades públicas del más alto y exigente nivel se portan como si fueran un tuitero más, un trol en calzoncillos o en piyama al acecho de la polémica del día, cuanto más ruin e indigna, mejor.
Habrá quien celebre que eso esté pasando porque es el precio que hay que pagar por esta revolución que hemos vivido en la que se han ido acabando, una a una, todas las jerarquías de un orden vertical y excluyente que explotó en mil pedazos. Quizás, tal vez sí. Pero desde el punto de vista del ejercicio del poder esa degradación no es sana, lo va minando, lo despoja de su naturaleza más profunda que es la del acatamiento de los gobernados frente al gobernante.
No es bueno ver a quienes llevan en sus manos la suerte de todos exhibir de forma permanente e infantil sus complejos y carencias, su lamentable vanidad (“aquí me aplaudieron”, “yo fui el primero”, “soy muy importante”: puro trumpismo de la peor cepa), su enternecedora e inútil manera de forzar e inducir el juicio de la historia, que solo llegará con el tiempo y que suele ser implacable y caprichoso, un espejo que no se deja sobornar y que se ríe de sus acosadores.
El poder es una batalla, claro que sí, y hay que atacar y defenderse. Pero hay que hacerlo con grandeza o esa batalla está perdida.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN 

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