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El ojo tuerto

Lo inaceptable de la víspera se vuelve ahora algo bueno y necesario, lo mejor posible.

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Varias veces –tantas que ya me da hasta pena– he citado aquí una frase brillante y demoledora de George Orwell cuando peleó en la Guerra Civil española y al volver de ese infierno lo narró con detalle y repugnancia, sobre todo en un aspecto que para él era el peor de ese horror sin medida, y es que cada quien juzgaba allí las atrocidades que se daban y se multiplicaban, de lado y lado, según su inclinación política y afectiva.
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Obvio, se dirá, así ha sido siempre la vida, de eso se trata. Y es cierto. Pero lo que Orwell decía es que una de las peores consecuencias de esa guerra, uno de los puntos más bajos y brutales de su degradación, por no decir que su causa y su origen también, estaba justo en esa especie de enceguecimiento voluntario y maniqueo que hacía que los militantes y partidarios de cada bando vieran solo aquello que les convenía ver, lo demás no.
“Lo que más me impresionaba entonces, y aún me impresiona, es que las atrocidades se reconocen o no se reconocen solo con base en la predilección política…”, y añadía Orwell esa frase que tanto he puesto aquí, y estoy seguro de que lo seguiré haciendo porque me parece reveladora: “Todo el mundo cree en las atrocidades del enemigo y descree de las de su propio bando…”. Esa es la frase, cómo no invocarla hasta el cansancio.
Claro: en la Guerra Civil española, como en todas las guerras, había una disputa por eso que ahora llaman (traguemos grueso) ‘el relato’: la idea y la definición de quiénes están del ‘lado correcto de la historia’; quiénes son los buenos y los malos. Y también, como en todas las guerras, cada bando se sentía el verdadero y único intérprete de la razón y la justicia, la libertad, ese orden moral inobjetable en el que el enemigo era por naturaleza un ser despreciable.
La guerra lleva al límite las posturas morales de los individuos y de la sociedad, y también, quizás por eso mismo, las degrada y las exhibe en sus falacias y contradicciones
Se trata de una discusión histórica y filosófica fundamental, sin duda, y el caso de la Guerra Civil española es (y ha sido) uno de los más emblemáticos para darla con todas sus implicaciones y matices, porque la guerra lleva al límite las posturas morales de los individuos y de la sociedad, y también, quizás por eso mismo, las degrada y las exhibe en sus falacias y contradicciones, en su frágil humanidad.
Está claro que no puede imponerse la simetría inmoral como principio y como consecuencia: la noción absurda de que al final todo el mundo es igual, por lo tanto igual de bueno y de malo. Eso es imposible, aunque acaso lo sea más establecer los mecanismos y valores para discernir quién tiene la razón y dónde está, dígase lo que se diga, ‘el lado correcto de la historia’. Sobre todo en una sociedad carcomida por el fanatismo y la locura, el sectarismo y la infamia.
En una sociedad así, como decía Orwell, la degradación se vuelve una premisa: una condición perversa que lo determina y contamina todo y que lleva a que la gente juzgue la realidad ––muchas veces incluso una misma realidad, un mismo hecho–– solo según sus pasiones y prejuicios, sus sesgos, sus obsesiones, sus cálculos y sus estrategias, es lo peor, su interés, que al final se revela no tan noble y altruista como parecía antes.
Lo inaceptable de la víspera se vuelve ahora algo bueno y necesario, lo mejor posible; lo que ayer era un atributo y una prueba inequívoca de la maldad del adversario, ahora es una exhibición de coherencia y seriedad por parte de los copartidarios. Un amigo dice que así debe ser y que está bien porque es la gente lo que importa e influye, no las ideas. Y quizás tenga algo de razón, no lo sé. Así es la política, su lógica implacable.
Hay casos en los que es comprensible, en eso consiste el ejercicio del poder. Pero hay otros en los que solo se ven el cinismo y la hipocresía, la deshonestidad intelectual.
La viga en el ojo tuerto, la frágil humanidad.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN

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