Hay pocas cosas más tristes que la desaparición de una lengua, porque con ella se acaba el mundo que la hizo posible y le dio sentido y esplendor: el complejo y abigarrado y frágil esplendor de lo humano; la experiencia insustituible de todos aquellos que usaron esas palabras para vivir y contar su historia. Por eso decía Unamuno que la lengua es la “sangre del espíritu”, el secreto caudal que nutre y define lo que somos.
A veces pasa que una lengua desaparece durante siglos, preservada solo en las cavernas y las telarañas del saber sacerdotal, esa hoguera que son los textos sagrados que los eruditos soplan y atizan hasta hacerla arder con su fuerza inmemorial. Fue lo que ocurrió con el hebreo, por ejemplo, que murió cuando el exilio babilónico, en el siglo VI antes de Cristo, y que solo hasta 1948 volvió a ser una lengua nacional, la del Estado de Israel.
Porque además hay una diferencia enorme entre los textos y la vida, entre la “experiencia literaria”, como escribió Alfonso Reyes, y el habla de la calle y de la gente. La lengua es un torrente –una bandada de pájaros– que se desata en la boca de quien la usa para lo que sea, desde blasfemar hasta comprar el pan, desde gritar en el estadio hasta cantarle al amor o llorar a los muertos e invocar a los dioses. Estamos hechos de palabras, esa es nuestra naturaleza.
Hay casos excepcionales como el del arameo, una lengua semítica pariente del hebreo y que los judíos volvieron suya en el exilio babilónico, por eso se acabó por más de dos mil años el hebreo, entre otras cosas. El arameo era la lengua de un pueblo pobre y sometido que sin embargo, dada la dispersión de sus hablantes, se volvió el idioma que todos usaban para entenderse desde Egipto hasta Persia. Hablar en ‘caldeo’, entonces, era como hablar hoy en inglés.
En América nomás han desparecido miles de lenguas desde hace siglos, con un dato aterrador: la mayoría de ellas no se extinguieron durante la Conquista, sino en estas últimas seis décadas.
Hasta que llegó el griego, la nueva lengua de todos (y lo sigue siendo, de alguna manera). Otro caso excepcional: un idioma que por la fuerza de sus ideas se reveló más fuerte que el de sus conquistadores, los romanos, a los cuales doblegó. Lo dijo Horacio, más o menos: “La Grecia vencida sedujo con su arte a los vencedores”. A veces pasa eso, que las lenguas sobreviven al poder que las oprime. O sobreviven al azar, a la incuria, al paso del tiempo.
Pero a veces no y a lo largo de la historia perecieron el galindiano y el cúmbrico, el gorgotoqui y el cacán, el yao y el sudovio, en fin: la lista de los idiomas muertos es la de un cementerio inabarcable. En América nomás han desaparecido miles de lenguas desde hace siglos, con un dato aterrador: la mayoría de ellas no se extinguieron durante la Conquista, como bien lo ha señalado la profesora Lyle Campbell, sino en estas últimas seis décadas.
Incluso hay quienes distinguen las lenguas extintas de las lenguas muertas, porque al menos las segundas tienen todavía quien las cultive aunque sea solo para leerlas. Por eso fue tan triste esta semana la noticia de la muerte en Chile de Cristina Calderón, la última hablante del idioma yagán, del cual ella misma quiso hacer un diccionario cuando en el 2006 falleció su hermana, la única persona en el mundo con la que podía practicarlo.
De esa lengua nómada y austral no queda nada, solo los estudios y las descripciones de los lingüistas. Pero su alma se esfumó con la última persona que la llevaba, desde niña, en los pliegues de la memoria; la última depositaria de esas palabras de su pueblo que este mundo no oirá jamás, difuminadas para siempre en el río del tiempo: las lenguas son los ríos que van a dar al mar, que es el morir.
Al yagán pertenece esa palabra intraducible que a veces se cita: ‘mamihlapinatapei’. Es la mirada vacilante de los enamorados por primera vez.
Lástima que ya nunca más sabremos cómo suena.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
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