Decía Ortega y Gasset –uno de los más grandes prosistas de nuestra lengua, si no el más grande– que es un error muy común de mucha gente creer que la paz es solo la ausencia de la guerra: el hueco que ella deja cuando ya no está más, su disolución como por arte de magia. Y no, decía el maestro. No. Porque “el enorme esfuerzo que es la guerra solo puede evitarse si se entiende por ‘paz’ un esfuerzo todavía mayor...”.
En otras palabras: hacer la guerra es muy difícil y doloroso, costosísimo, agotador; pero quizás hacer la paz lo sea todavía más, de allí que la historia de la humanidad, aunque ya casi nadie lo recuerde, haya transcurrido más bien bajo el signo de la confrontación y la barbarie, el de innumerables conflictos que han jalonado el destino de nuestra especie. Su destino, su suerte, su naturaleza.
Al final, sin embargo, en una balanza, la paz trae mayores beneficios que la guerra, aunque parezca una idiotez decirlo; una idiotez necesaria, eso sí. Porque la discusión es válida, y vuelvo a Ortega: muchas veces cuesta más hacer la paz que hacer la guerra porque su refrendación y su conquista, si así las podemos llamar, es un deber moral que la sociedad asume todos los días; y no siempre la paz posible es la paz que la gente quiere y acepta.
El caso colombiano es muy elocuente, pues hubo una época en la que se hablaba de nuestra presunta ‘naturaleza violenta’ como si fuera un destino, una condición inevitable y genética. Muchos historiadores han demostrado que eso no es así, por suerte, y el relato masoquista de un país dedicado solo a matarse, desde el principio de los tiempos, entraña toda clase de matices y falacias.
Se trata de un relato dialéctico en el que cada nueva conquista de la paz sobre la guerra, de la vida sobre la muerte, digamos, tiene un valor definitivo a pesar de sus errores y sus grietas
Claro: se dio aquí, desde el siglo XIX, el hábito de hacer de la guerra un escenario natural de la confrontación política: la lucha por el poder como una lucha a muerte en la que el triunfo de una doctrina implicaba la anulación moral y física del adversario. Y hay un periodo de nuestra historia, en el siglo XX, al que le damos el nombre en mayúsculas de La Violencia: la guerra civil no declarada entre los liberales y los conservadores.
Esa guerra se acabó, luego de treinta años y más de doscientos mil muertos, con el armisticio del Frente Nacional, cuyas consecuencias (y cuya estructura excluyente) fueron sin embargo el origen de nuevas violencias. En un país con más territorio que Estado al que le cayó la maldición del narcotráfico, donde se anudan todos sus conflictos y delirios. Un círculo vicioso que es más bien un vórtice: la hojarasca y la vorágine.
Los acuerdos de paz siempre son imperfectos, siempre dejan gente por fuera y gente que no los acepta. Luego, en la larga duración, vendrán otros procesos políticos a resolver ese saldo, a decantarlo, a discernirlo. Se trata de un relato dialéctico en el que cada nueva conquista de la paz sobre la guerra, de la vida sobre la muerte, digamos, tiene un valor definitivo a pesar de sus errores y sus grietas, sus promesas fallidas.
Es lo que ha pasado una y otra vez en nuestra historia. Y no somos una excepción; tampoco en eso lo somos, no. Pero el solo hecho de ver a históricos de la antigua guerrilla de las Farc –ahora un partido político, nada menos y nada más– defendiendo el Estado de derecho y las instituciones y rechazando la lucha armada, solo eso ya es un logro indudable que todos debemos defender; cómo no hacerlo, por favor.
Porque además habrán sido lo que fueran en el pasado, sí, cosas atroces y terribles. Y habrá quienes no olviden jamás ese pasado, sobre todo las víctimas, que aún esperan la verdad y la reparación. Pero la contundencia de su discurso es hoy una razón suficiente para no perder el optimismo.
No del todo, no para siempre. Una vez más.