No. No hay un error en el título. Tampoco me refiero a Fermina Daza ni a Florentino Ariza. Me refiero, sí, al amor profundo, al amor invencible que es capaz de desafiar adversidades, prejuicios e incomprensiones. Me refiero al amor de Catalina y Jorge.
Y me gusta como lo dice Catalina, la ‘influencer’ uribista, la talentosa ‘youtuber’, la aguda periodista de La W, cuando lo presenta en las redes sociales con la foto de su boda como telón de fondo... “Acá está, es él, no es el hijo de, es Jorge Suárez y es el amor de mi vida... lo amo y me ama y eso es todo”.
Que amar es para valientes es lo que decía un gigantesco tablero redondo en el recinto nupcial, iluminado en los bordes y rodeado de pétalos de rosa. Y es la verdad. Se requiere mucha valentía para desafiar este terco y maledicente qué dirán que nos azota en Colombia.
El amor de Catalina y Jorge está inscrito en un entorno insospechado, rodeado de elementos complejos, como la siniestra historia de horror del ‘Mono Jojoy’ o la coincidencia en la misma fecha de cumpleaños y en la misma nota de las primeras canciones, en esta sociedad en los tiempos de la cólera, de los odios, del acuerdo traicionado por las Farc, de la JEP que no arranca, del Estado que responde a medias, de la campaña política que se avecina, de la justicia que no llega, la desigualdad que crece y la pobreza que aumenta. Sin embargo, lejos de ser una historia de ficción es un poderoso amor de verdad, de los que estremecen y retumban.
Catalina es clara. En una respuesta en redes sociales lo dice sin rodeos: “Sí, mis hijos siempre sabrán toda la verdad porque creo que trabajar en la memoria es lo que construye bases sólidas en verdad y lo que hace que jamás se repita lo mismo”.
Se entiende así que la firmeza de este amor no puede llevar a inferir, de ninguna manera, que Catalina apruebe o comparta las atroces acciones cometidas por el padre biológico de su esposo, quien, dicho sea con todas sus letras, no tiene ni puede tener ninguna responsabilidad ni culpa por lo que hizo su padre en vida. Y seguramente Catalina seguirá, fiel a su pensamiento, luchando contra la impunidad, clamando justicia y denunciando la corrupción.
Bastantes padecimientos tenemos ya con nuestra sociedad encolerizada como para seguir proyectando sentimientos de iras y desafectos de generación en generación. Salvo que sigan sus pasos criminales –y no es este el caso de Jorge–, los hijos no son responsables de lo que hicieron sus padres. No hay delito de sangre. Punto. Hay que detener espirales de odio.
No es un tema menor. Se cuentan por miles en Colombia los hijos (y nietos) de narcos, mafiosos, guerrilleros, paramilitares y criminales que tienen el derecho a vivir sus propias vidas, a ser felices, a servirle a la sociedad y a luchar honradamente por sus sueños sin ser señalados, estigmatizados, maltratados o acusados a causa de las acciones de los padres.
La historia de Catalina y Jorge debe servirnos para tener presente que el amor existe. Que no debemos renunciar a él. Que no nos podemos resignar a vivir sin amor. Que el amor amerita todas las luchas. Y para tener presente que todos y cada uno de los seres humanos tienen el derecho de vivir con libertad y dignidad sus vidas, sin tener que pagar por los errores de sus mayores.
Hace cerca de 5 años sigo con atención las opiniones de Catalina y he mantenido con ella conversaciones cordiales esporádicas. Es inteligente, firme y frentera. Cuando el sábado pasado vi su historia pensé en que ojalá encontráramos más testimonios de amor como el suyo con Jorge. Más historias de reconciliación. Más razones para creer en un futuro sin tanto odio. Entonces le escribí un mensaje.
–Dios bendiga tu amor y los llene de felicidad.
–Mil y mil gracias. Me siento la mujer más feliz.
–¡Que esa felicidad les dure por siempre!
Y que viva el amor...
JUAN LOZANO