Son muchas, muchísimas, las tareas que el próximo presidente tendrá que adelantar para construir una mejor Colombia, pero tal vez la más difícil, si no imposible, sea la de permitir que entre todos logremos pasar la página de la división y el odio que se convirtió en el motor de estos eternos meses de campaña presidencial.
Aquí muy pocos se salvan. En el camino de impulsar cada campaña, los candidatos y, sobre todo, sus asesores y seguidores terminaron sembrando más y más odio en el corazón de cada uno de nosotros, como si no estuviéramos ya en superávit de este desde hace décadas. Es como si no vivieran acá. Es como si creyeran que sembrando odio se cosechan amores y amistades. Es una ceguera absurda llevada por sus urgencias políticas y electorales, pero con poco sentido de país.
A menos de una semana de las elecciones, medio país detesta al otro medio país y viceversa.
Para los votantes de Petro, aquel que dice que va a votar en blanco no deja de ser un ciego, incapaz de entender que Colombia necesita un cambio; una bestia, un HP, un imbécil, un tarugo, un aliado de los mismos de siempre. Y no hablemos de lo que piensan y dicen de aquellos que van a votar por Rodolfo: no los bajan de narcotraficantes, paramilitares, amigos de delincuentes, ladrones, uribistas, hachepés, imbéciles, ciegos y corruptos.
No entiendo por qué resulta imposible ponerse por un rato en los zapatos de aquel que no es como uno y tratar de ver con su lente la otra realidad, que puede ser igual de contundente que la propia.
Pasa lo mismo al otro lado. Para los votantes de Rodolfo, aquel que dice que va a votar en blanco es un petrista, incapaz de ver que vota en contra de Colombia, una bestia tibia, que por no tomar una decisión nos condenará al comunismo. Y si los epítetos son para el votante de Petro, la retahíla empieza por decirle que es comunista, guerrillero, corrupto, amigo de corruptos, inconsciente, ciego y bruto.
Los unos dicen que los otros quieren incendiar el país. Los otros dicen que los unos quieren condenar a Colombia a la postración eterna de la pobreza y el subdesarrollo. Los unos dicen que los otros condenarán a Colombia a convertirse en una nueva Cuba o una nueva Venezuela. Los otros dicen que Colombia ya es peor que Cuba y Venezuela.
No entiendo por qué es tan difícil darse cuenta de que los temores de unos y otros pueden tener fundamento. No entiendo por qué resulta imposible ponerse por un rato en los zapatos de aquel que no es como uno y tratar de ver con su lente la otra realidad, que puede ser igual de contundente que la propia. No entiendo por qué hay quienes se desgañitan y hasta dan la vida por unos señores que, encumbrados en su alta política, rodeados de escoltas y en sus camionetas blindadas, poco han hecho para llamar a la cordura y más bien parece que se ensalzaran con los mensajes de odio que pululan no solo en las redes, sino también en las calles.
La fiesta de la democracia ya no tiene nada de fiesta. Las elecciones se volvieron el carnaval de los improperios, las mentiras y los bulos que no hacen más que dinamitar la democracia.
Ojalá los candidatos y sus seguidores revisen la definición de esa palabreja: democracia. Ojalá entiendan que esta no se construye sobre los cimientos del odio y las ganas de desaparecer a aquellos que piensan distinto. Ojalá el ganador y el perdedor acepten que la democracia se respeta y que los perdedores no deben ser aplastados, ni los ganadores cuestionados.
Democracia y odio no van de la mano. Ojalá no sea demasiado tarde para que todos entendamos esa fórmula y que el nuevo Gobierno apueste por un país para todos y no solo para unos pocos.
JUAN PABLO CALVÁS