En esta época decembrina es común que todos pensemos en los propósitos que tenemos para el año que comienza. Esta reflexión, normalmente, la hacemos de manera individual y, en el mejor de los casos, en el ámbito familiar. Sin embargo, como país, pocas veces nos hemos dado a la tarea de pensar en un propósito nacional.
Concebir un propósito nacional para nada supone poner a las personas a pensar de forma homogénea. Significa imaginar un objetivo inspirador –claro y concreto– en el que la gran mayoría de ciudadanos nos podamos encontrar, más allá de los gobiernos de turno.
Desarrollar una agenda social estructural que ofrezca más oportunidades a los menos favorecidos puede ser un propósito nacional. El país debe pasar de hacer un poquito de todo a poner el foco de atención en los determinantes del desarrollo, los cuales hoy giran alrededor de la educación, la nutrición y la brecha digital.
Otro propósito nacional puede ser crecer. Con el fortalecimiento del aparato productivo y del emprendimiento es posible generar más empleos y aumentar el presupuesto nacional vía incremento del recaudo de impuestos, y así lograr más recursos para el desarrollo de la política social.
De igual forma, lo puede ser combatir la corrupción. En este caso, la mirada debe ir más allá de la sanción penal y económica e involucrar la perspectiva del comportamiento ciudadano. Allí, cada uno es responsable de no cometer actos que vayan en detrimento del interés general, por pequeños que estos puedan ser. El objetivo, finalmente, es asegurar la eficiencia de la gestión pública, ya que cualquier apuesta de desarrollo que nos pongamos, en gran medida, va a depender de qué tan eficiente sea el Estado en su ejecución.
La intensión final es abandonar la concepción que hemos venido construyendo en el imaginario colectivo nacional de un nosotros y un ellos, en lugar de un todos.
Proteger la vida por encima de todo podría ser otro propósito colectivo significativo en un país marcado por la violencia. Cuando una sociedad aprende a respetar la vida, aprende a reconocer en el otro a un ser humano y a respetar los derechos de los demás, algo que hoy, lamentablemente, no siempre ocurre en nuestro país.
Colombia es un país con grandes dificultades históricas para enfrentar los desacuerdos, de tal suerte que institucionalizar el debate bien puede ser otro propósito nacional relevante. El objetivo nunca va a ser eliminar el disenso –ya que una democracia se enriquece con la diferencia–, sino aprender a tramitarlo a través de las instituciones definidas para tal efecto. Así, los ciudadanos no tendrían que acudir a las vías de hecho cuando quieran alzar la voz. Proteger el medioambiente puede ser otro propósito nacional. Y la lista puede ser aún más amplia.
Pero quizá haya que aprender a gatear primero, por lo que escucharnos, desde el corazón y no desde la razón, podría ser el primer propósito común que nos deberíamos plantear. En un país como el nuestro, donde todo el mundo tiene algo para decir, pero pocos están dispuestos verdaderamente a escuchar y a ponerse en el lugar del otro, este objetivo cobra mucho valor. Aunque suene etéreo, la intensión final es abandonar la concepción que hemos venido construyendo en el imaginario colectivo nacional de un nosotros y un ellos, en lugar de un todos. Eliminar esas fronteras invisibles propicia la generación de confianza y la cooperación social, pasos iniciales para construir una visión de país conjunta más estructural.
De todas maneras, lo relevante es tener claro que hoy no hay un propósito nacional más importante que el mismo hecho de construir un propósito común que nos ofrezca un norte –fácil de comprender y de acoger por la mayoría de ciudadanos–, y que nos ponga a todos a mirar hacia el mismo lado, desde perspectivas diferentes.
¡Soñar vale la pena!
JULIANA MEJÍA