Llegué a Ciudad México directo a ver lucha libre. Antes de entrar se toma cerveza y se comen tacos. Estaba repleto, a pesar de que ocurre dos veces por semana; mi colega Olar Zapata, UAM, había conseguido el mejor sitio, la primera línea luego del ring. Un auditorio heterogéneo, todos emocionados, sobresalían europeos, gringos y mujeres jóvenes locales, el nuevo público.
Cuando sonó el primer campanazo los asistentes alzaron sus vasos y mandaron gloria a los gladiadores. Iban saliendo amables; hacían una media inclinación que aprendieron de los japoneses, la otra gran arena de luchadores olímpicos.
Mi amigo se enmascaró antes de entrar, ritual de identificación. Cuando salieron los primeros contrincantes la gente gritó de alegría y iración; mi vecino, un padre de 60 años, puso a su hijo de 15 en hombros como un bebe. Eran 6 luchadores y cuatro se salieron del ring; el estilo mexicano. Se enfrentan los malos contra buenos, formato similar a la telenovela; los malqueridos se hacen llamar asesinos o diablos. Al salir las luchadoras sorprende su belleza, no eran rudas, más bien cuerpos de gimnasio, así que junto a la fuerza y agilidad, agregan seducción.
Cuando todo terminó salimos pacíficos, nada que ver con el fútbol, acá todos salen descansados y abrazados en familia.
Mi amigo el escritor Carlos Monsiváis me había hecho prometerle que iría a la lucha, que lo popular como lo mexicano terminarían por sorprenderme: “Son los rituales del caos a lo mexicano”. Me impresionó descubrir a aquel padre cariñoso con su hijo irse transformando y convertirse en fiera, gritaban “queremos sangre”. Se tocaban los límites. La situación provenía del enfrentamiento de los “rudos” contra los “científicos”. El respetable quiere ver a los buenos triunfar, pero compra la boleta por ver a los malos; son los que atraen las multitudes.
Santo, el legendario, es un rito de la pobreza y la resistencia, enseñó que se gana lucha con patadas voladoras y golpes, aun por fuera del ring, y si brota sangre, mejor. En su modo profundo es la teatralización de la tragedia griega, entre comedia y catarsis. El luchador deshonrado que pierde la máscara pierde su rostro. Por eso quizá lo último que escuché en coro cuando derrotaron a uno de los rudos: “Acábalo, chíngatelo; píquele el ojo”. Una gringa vecina se levantó y gritó trabada y furiosa, con su nueva alma mexicana: “Mátelo, no perdone al cabrón”. Cuando todo terminó salimos pacíficos, nada que ver con el fútbol, acá todos salen descansados y abrazados en familia.
Esta lucha libre se la dedico a nuestros hermanos venezolanos: ¡que muera el cabrón!