Debo confesar, no sin algo de tristeza, que no me emociona tanto la Copa América, nunca logré que me conmoviera. Pienso en los partidos que me han tocado desde 1987, casi ninguno memorable, y todos los vi con cierto desgano y cierta resignación, consciente de que lo fundamental era ir al Mundial: si ganábamos, qué dicha; si perdíamos, qué lástima: a contar los días hasta la trabada final de Argentina, Brasil o Uruguay, en cualquier orden y combinación.
En cambio hay quienes tienen una idea romántica y mística de la Copa América, les parece que todo en ella es auténtico y desgarrador, representativo del espíritu latinoamericano mientras otros torneos, como la Eurocopa, por ejemplo, son asépticos y aburridos, postizos, domesticados. No creo que quienes piensan eso hayan hecho en serio y de verdad esa comparación; ni en el nivel del juego ni en el fervor de las hinchadas ni en nada.
Y mucho menos a la hora de juzgar la inauguración con su respectivo número musical, una especie de ritual obligado en estos tiempos de sobreactuación y cara de angustia de las redes sociales. El tiro de salida de la Copa América, que además es una adopción reciente y vergonzante, ajena a su áspera tradición de equipos leñadores y pedreros, sus tribunas vacías, sus canchas sombrías, suele ser un canto a la improvisación y el atraso, un abismo sin atenuantes.
Pero lo de la semana pasada en el partido inaugural entre Canadá y Argentina fue ya una afrenta no solo al fútbol y al deporte sino a los valores más elementales del respeto por los demás, las creencias ajenas, la libertad de culto. No solo por el espectáculo musical, que no fue ni lo uno ni lo otro, pero allá cada quien con sus canciones y sus aberraciones, sino por la irrupción religiosa de un par de pastores evangélicos que bendijeron el evento.
Más que bendecirlo yo creo que lo salaron sin remedio y para siempre, como si hiciera falta, como si la Copa América no fuera ya un torneo lánguido y descosido, triste y feo a más no poder. Pero la escena de ese par de predicadores, con la Biblia en la mano, es un baldón del que no nos vamos a reponer jamás, ni siquiera los qataríes se atrevieron a tanto, y eso que pusieron a un youtuber a recitar, en un diálogo con Morgan Freeman, una sura del Corán.
Y sí: el cristianismo es la religión mayoritaria de los americanos, aunque no en la vertiente protestante que se impuso en la inauguración de la Copa América (vertiente que es uno de los pilares fundacionales de los Estados Unidos, eso sí, el país anfitrión del campeonato este año). Igual ese no es el punto porque el fútbol no es un deporte sino un hecho cultural, una religión pagana y universal, quizás la última que quede en pie sobre la Tierra junto al Rock.
Y mancillarla con la propaganda de una religión concreta y confesional es un insulto, una falta de respeto a los miles, los millones de aficionados que estaban viendo ese partido y que no podían darle crédito a lo que empezó a ocurrir cuando ese par de pastores, como en una jornada milagrera de oración y sanación colectivas, se lanzaron con sus salmodias y sus rezos, sus agitadas bendiciones.
Y lo digo como cristiano (católico), que igual me habría molestado si fuera un sacerdote jesuita, un ulema chiita, un monje budista, un testigo de Jehová: el fútbol no es para eso, cómo pudieron permitir los organizadores semejante apropiación, además sin ninguna solemnidad y sin ninguna grandeza, como si fuera una especie de verbena barrial en la que un vecino que también es pastor se pone a rezar.
No se trata tampoco de glorificar lo de Europa, donde cada partido es una invocación de las guerras atroces que siempre ha habido allí.
Pero es que lo de acá, Dios santo, ya no tiene perdón de Dios.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN