La evolución y los alcances del hombre siempre han sido claros en delatar la imperfección de sus conquistas y los retos de sus pendientes. Esta semana, el orgullo humano recibió más bofetadas de lo usual por varios hechos violentos que asombraron la realidad.
El primero, por su dimensión, el atentado contra el expresidente y candidato por el Partido Republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump, quien, en medio de un discurso de campaña en Pensilvania, el pasado sábado 13 de julio, sobrevivió a un atentado gracias a un giro espontáneo de su cabeza para mirar por un instante las estadísticas que proyectaba a su derecha, y sobre las cuales se refería en su presentación.
Trump se caracteriza por tener un discurso verbal y una imagen fuertes y agresivos que le han traído éxitos en su carrera, pero también investigaciones por parte de la justicia de los Estados Unidos. La polarización es una táctica política eficiente en la que él es eficaz y se ve cómodo. Sin embargo, y dado por sentado que nadie celebra las acciones de Thomas Crooks en su intento de asesinato, no puedo dejar de preguntarme qué tanto los líderes de estilos agresivos se han cuestionado si su comportamiento violento tiene impacto en sus seguidores, más allá de los votos en las urnas.
Estos “líderes” son observados, apreciados y celebrados por sus seguidores. ¿Qué tan sana es la política de la violencia? Algunos dirán que es una simple táctica, un juego mediático... ¿pero cómo influye ese ejemplo en aquellos seres menos estructurados que tragan entero, que les cuesta diferenciar una actuación de una realidad, o que siendo débiles intelectualmente caen en el fanatismo y son entonces seguidores ciegos, susceptibles ante cualquier frase o sugerencia imprudente e impertinente? ¿Liderar no exige seres ejemplares? Los votos de la violencia deberían ser bochornosos.
Se justifica hacer visibles los rostros dignos y estimulantes y convencerlos de que salgan de sus refugios tranquilos.
La educación no debiera ser, pero es un privilegio. El rol de líder es otro. Ambas fortunas exigen en la proyección que ello le representa al ser humano un retorno responsable a la sociedad. Impacta, indigna, cuando son precisamente aquellos que albergan esas ventajas quienes se comportan de manera burda, indecente o ilegal.
El segundo. La participación de la Selección Colombiana de Fútbol en la Copa América 2024 fue importante. Sí, teníamos la ilusión del primer lugar, pero ese segundo lugar está plasmado de esfuerzos, profesionalismo, orgullos y alegrías que se agradecen y no se olvidan. Colombia, con ellos en las canchas, conquistaba, desde un ángulo afortunado, el respeto del mundo.
Lamentablemente, esa luz la opacaron, incluso antes de empezar el juego de la final, quienes están más cerca y deberían actuar no desde el oportunismo. Los hinchas, al violar la seguridad, y la soberbia. Ramón Jesurún, presidente de la Federación Colombiana de Futbol, y su hijo Ramón Jamil fueron arrestados por la Policía de Miami por comportamientos inapropiado. Nuestros colores son amarillo, azul y rojo. No naranja.
El tercero. Local. El cambio de Aurora Vergara como ministra de Educación por Daniel Rojas, quien ha dejado en la red X pruebas de su, irónicamente, agresiva “falta de educación”.
La violencia de los líderes de Colombia no se puede ver justificada por ninguno de los ángulos que tratan de explicar la realidad: factores culturales e históricos, la desigualdad social y económica, la debilidad de las autoridades y la ineficiencia de la justicia, el conflicto armado, el crimen organizado y los negocios ilícitos.
Hace falta la vergüenza. La dignidad de renunciar por honor. La angustia de retirarse por pena. Se justifica hacer visibles los rostros dignos y estimulantes y convencerlos de que salgan de sus refugios tranquilos, pues la juventud necesita de su inspiración y ejemplo porque la violencia nunca es el camino.