Sin que la humanidad vislumbre todavía cuándo se repondrá de la catástrofe causada por el covid-19, los efectos de la pandemia ya amenazaron la mayor hazaña de reconstrucción política del mundo occidental: la integración europea. Solo la intervención de ‘Merkcron’, como fue bautizada la pareja de gobernantes de Alemania y Francia, Angela Merkel, y Emmanuel Macron, impidió lo que hace tres meses se avizoraba como un golpe mortal a la Unión Europea (UE).
La pandemia produjo una crisis peor que la de 2015, cuando el Banco Central Europeo (BCE), para preservar la supervivencia del euro, adoptó un programa de compra de bonos de deuda que se prolongó durante tres años y hasta su terminación en 2018 alcanzó un total superior a dos billones de euros. El punto culminante en esa ocasión fue la rebelión de Grecia, que adoptó una política nacionalista y antiausteridad para enfrentar la recesión que le impidió cumplir con sus obligaciones financieras, y con esto puso en peligro la estabilidad de la UE.
La respuesta del BCE a la crisis griega fue la llamada ‘expansión cuantitativa’, consistente en la compra de activos públicos y privados por una cantidad inicial de 60.000 millones de euros mensuales, que luego se elevó a 80.000 millones. Fue una acción desesperada en medio de una situación caótica, marcada no solo por aquella crisis, sino por la amenaza del ‘brexit’ y el deterioro de la economía italiana.
No había pasado un año desde la terminación de aquel programa cuando el covid-19 golpeó a todos los países de la UE y no solo afectó sus deudas soberanas y sus sistemas bancarios, sino sus economías en general. Entonces los países más afectados, como Italia, España y Portugal, buscaron la misma ayuda de emergencia que pedía Grecia hace cinco años.
Frente al cataclismo causado por la pandemia surgió la propuesta de nuevas medidas, como la emisión de ‘coronabonos’ con la garantía de la UE. Desde cuando se formuló la propuesta surgió un enfrentamiento entre los países ricos del norte y los pobres del sur europeo. Los primeros, partidarios de preservar las estrictas políticas de austeridad de la UE, se resistieron, en contraposición con los segundos, que requieren la ayuda de emergencia para solucionar sus déficits.
Los críticos llegaron a hablar de “otro rapto de Europa”, comparando el endeudamiento comunitario propuesto en favor de los países afectados con el episodio de la mitología griega que Rembrandt plasmó en una obra famosa y del cual se derivó el nombre del Viejo Continente: aquel en el que Europa, una bella princesa fenicia de origen argivo, es secuestrada por Zeus, en forma de un toro blanco, y llevada a Creta para no volver a aparecer.
Según esta visión, Europa está secuestrada por los mismos poderes que han dominado el continente por siglos, y ellos han vuelto a imponer las reglas. La realidad es que la división entre países fuertes y débiles, que sale a flote especialmente ante una calamidad como la actual, siempre genera fricciones. Esta división se ha exacerbado, además, por las tendencias nacionalistas en países como Austria, Hungría y Polonia y por las tensiones que creó en años recientes la llegada de inmigrantes de Asia y África.
Todo apuntaba a un cisma en el seno de la UE, cuando intervinieron Merkel y Macron. En una demostración de pragmatismo y alta política, los dos líderes que llevan la voz cantante en Europa acordaron lo que hasta hace poco era una blasfemia, sobre todo para Merkel: la creación de un fondo europeo de 750.000 millones de euros, que después se elevó a un billón trescientos cincuenta mil euros, para recuperar las economías afectadas por la pandemia.
Esto significó, sobre todo para Merkel, una marcha atrás respecto a la rígida posición opuesta al endeudamiento comunitario, que sigue manteniendo su partido. Pero lo cierto es que la ‘locomotora franco-germana’ venció las resistencias, frenó el amago de ruptura y salvó la unidad europea.
LEOPOLDO VILLAR BORDA