Los precios cumplen una función fundamental: dan la señal de escasez o de abundancia a los mercados. Cuando algo abunda y no es muy apreciado por los consumidores, el precio baja para estimular la compra y desestimular la producción. Y lo contrario ocurre cuando algo escasea: un precio alto invita la entrada de nuevos productores y reduce el apetito de los consumidores, hasta que el mercado se equilibra de nuevo. Esta es la mecánica básica de los mercados. La realidad suele ser más compleja, sin embargo, porque los precios no siempre reflejan adecuadamente los costos y beneficios de una transacción y, en consecuencia, algunos mercados resultan con niveles de producción y consumo menores o mayores de lo que se quisiera desde el punto de vista de la sociedad.
Por ejemplo, en los mercados de educación, la oferta de calidad y cantidad sería insuficiente si dependiera solamente de lo que las personas estamos dispuestas a pagar por educarnos. Esto ocurre porque hay un beneficio social asociado con que toda la población se eduque, que a nivel individual no contabilizamos y no se refleja bien en los precios. Y lo contrario sucede en mercados como el de los cigarrillos: a nivel individual no contabilizamos el costo que le impone a la sociedad nuestro consumo y, en consecuencia, el precio que arroja el mercado es demasiado bajo. En casos como estos, cuando los mercados por su cuenta no consiguen lo que sería deseable para la sociedad en términos de producción y consumo, es importante la intervención del gobierno.
La receta para disminuir el consumo de un producto es aumentar el precio. La receta para aumentarlo, es reducirlo. Y las herramientas típicas con las que cuenta un gobierno para afectar los precios son los impuestos y los subsidios. Suena sencillo, pero el buen uso de estas herramientas es una tarea de mucha complejidad técnica que requiere cautela, porque si hay algo peor que no intervenir un mercado que requeriría intervención, es intervenirlo mal. Lo mismo aplica a las intervenciones regulatorias que tienen como propósito asegurar que las empresas no cobren precios más altos de lo justo en mercados donde no hay suficiente competencia, aunque su propósito y las herramienta que se utilizan sean distintos.
El diseño regulatorio y las decisiones de transferir recursos públicos a los particulares son tareas de una inmensa responsabilidad, que deben encararse con una comprensión profunda de sus resultados.
¿Cómo se sabe cuándo un mercado se ha intervenido mal? La mecánica de los precios es sencilla. En el mediano plazo, un precio demasiado bajo desestimula la inversión y reduce la cantidad y/o la calidad del producto que se transa. Esto puede ocurrir cuando un precio se regula a rajatabla, sin considerar adecuadamente los costos de los insumos y la remuneración justa del capital y el trabajo que se invierten. O, cuando se concede un subsidio sin tener los recursos públicos para cubrirlo, como ha ocurrido más de una vez en la historia de Colombia, y se le traslada el problema de caja al sector productivo –una jugada que siempre se devuelve–.
El populismo tarifario se traduce en mala regulación y en costos que luego pagamos los contribuyentes. Las empresas de servicios públicos domiciliarios seguramente recuerdan cuando hace unas décadas un gobierno decidió desvincular el aumento de las tarifas de los hogares de menores ingresos de los costos, y le puso como tope la inflación del momento. Yo recuerdo las cuentas que hizo el gobierno siguiente para reconocerle a esas empresas las pérdidas que indujo esa decisión.
No es que esté mal per se otorgar subsidios y hay mercados que no pueden funcionar bien sin regulación. Pero el diseño regulatorio y las decisiones de transferir recursos públicos a los particulares son tareas de una inmensa responsabilidad, que deben encararse con una comprensión profunda de sus resultados inmediatos y sus implicaciones futuras.
MARCELA MELÉNDEZ