El hombre se sentó en la silla frente a mi pequeño escritorio. El video estaba listo para reproducirse en la pantalla del computador.
Para realizarlo había pasado las últimas dos horas de una tarde de domingo filmando, por separado, pedazos de mi cuerpo. Cada trozo se disolvía en un plano general en el que mi silueta oscura, extremadamente delgada, se desplazaba cortando las espadas de luz “como las oceánidas lo hacen con las olas del mar”, dijo él. Mi cuerpo fragmentado se volvía una sombra danzante que aparecía cada tanto como el coro de una canción que repite su estribillo. La cámara de mi teléfono no era de muy buena calidad. Los planos cerrados de las partes del cuerpo se veían borrosos y algunos relieves tenían pliegues parecidos a los de las rosas indescifrables que él me enviaba.
Él estaba ahí, ocupando mi lugar, dándole por fin sentido al tiempo que yo había invertido en preparar el festín, el confite presentado sin envoltura, múltiple en sabores, reluciente y variado. Le di las claves de a todo para que hundiera la vista en el cuerpo de la mujer que se armaba y se desarmaba como los cristales de un caleidoscopio que se reagrupan después de cada pequeño giro del cilindro (su parpadeo). Mi cuerpo se ofrecía a gajos como en un cartel publicitario dividido en cuadrículas. En cada celda había una porción de carne roja y palpitante, extenuada de desearse unificada en un solo bocado arreglado con denuedo para el paladar de él, el hombre creador del mundo y de las pobres mujeres que no existen para sí mismas.
Yo no me miraba. Ya lo había hecho muchas veces al editar, borrar, cambiar de lugar y añadir más cachos de piel para que él eligiera a su gusto. Me concentraba en su reflejo en el vidrio: una mancha estática y triangular, una montaña de basalto, inmóvil como una torre. Apoyé mis manos en sus hombros. Toqué el mármol, el grafito, la piedra. No oía su respiración ni nada que me indicara que en esa habitación había alguien vivo. Su voz, ese lazo con el que yo ataba sus palabras vacías, sus esporádicas apariciones, la banalidad de su conversación y su caballerosidad condescendiente y mentirosa, había hecho un nudo apretado.
No hice ningún movimiento. En el reflejo éramos la fotografía de un padre incapacitado y la hija vigilante de su honor, cuidadora y ejemplar, que espera respetuosamente la orden para atenderlo.
Margarita Rosa de Francisco