Desde el día en que se publicaron los resultados electorales dando a Trump como vencedor en 2016, millones de estadounidenses e inmigrantes entraron en un período ininterrumpido de noches en vela. Los embates racistas, misóginos, xenófobos, tiránicos sacudieron las vidas de todos los que presenciaron, aterrorizados, el renacer de una fuerza extremo-derechista tan peligrosa como la impulsada por Hitler. De hecho, la pregunta más común en Google era: “¿Por qué no puedo dormir?”.
Esta duermevela perpetua concluyó el 20 de enero con el inicio de una nueva era: Joe Biden tomó las riendas de un país traumatizado y a la deriva. El cambio no será solo en términos ideológicos, sino desde una perspectiva más profunda: Biden respeta las reglas de la democracia y salvó a EE. UU. de una destrucción inminente de sus instituciones.
La sociedad estadounidense recibió, además, el embate de un virus mortal que el expresidente Trump minimizó e ignoró de forma irresponsable. Como resultado, el 19 de enero ya se había llegado a la dolorosa cifra de 400.000 padres, abuelos y nietos muertos en 12 meses por este virus.
Fueron muchas las noches de angustia, también para los jóvenes Daca, para los refugiados políticos, para los musulmanes y latinos, pues no se sabía en qué momento se daría otra insurrección o atentado que los convirtiera en blanco de ese régimen en ciernes.
El impacto de la apocalíptica presidencia de Trump, como sabemos, se extendió por toda Latinoamérica y en naciones gobernadas por enemigos de la democracia, como Kim Jong-un y Putin, dejando al planeta entero a la deriva. La de Trump fue una presidencia llena de odio, ignorancia, intolerancia, validando un comportamiento tiránico dondequiera que hubiera mandatarios afines a su espectro político. Y los ciudadanos, presos de una realidad distópica, siguieron en un estado extremo de angustia e insomnio. Sobra recordar que en Trump residía el control de los códigos nucleares.
Para muchos ciudadanos estadounidenses del común, la presidencia de Trump significó, además, perder su empleo, vivir la muerte de un familiar por el covid-19, vivir en un albur incesante que pobló sus noches de pesadillas e imposibilidad de conciliar el sueño y la tranquilidad.
Es esta una nación violentada hasta los tuétanos. En medio de este alarmante escenario, Estados Unidos seguía sin creer que su democracia fuera vulnerable, de modo que los periodistas minimizaron los avances de Trump y los políticos le dieron gabelas peligrosas. A los que crecieron en naciones latinoamericanas les es más fácil reconocer el hedor del potencial tirano, de modo que presenciaron con impotencia la suficiencia de EE. UU. que casi se convierte en el germen de su propia destrucción. Tuvo que tocar fondo para ver sus propias vulnerabilidades a la cara.
Ahora llega la hora de sanar, reconciliar las diferencias más extremas, que la justicia llame a Trump a rendir cuentas y asegurar que la pesadilla no vuelva a repetirse. Ojalá se creen las enmiendas que sean necesarias para restringir el poder del presidente y para facilitar su destitución en caso de que represente un peligro inminente. Joe Biden y Kamala Harris reciben una nación que se cae a pedazos, con grupos terroristas internos que pueden ejecutar ataques futuros y minorías acorraladas y debilitadas. Pero está listo para iniciar la reconstrucción. Millones de estadounidenses e inmigrantes que pueblan esta nación reciben con beneplácito la partida de Trump y el arribo de Biden. Ha llegado la hora de dormir, por fin, ocho horas de corrido.
María Antonia García de la Torre