De las cosas más sorprendentes de Estados Unidos es el desprecio de muchos jóvenes por la educación universitaria. Seducidos por el dinero fácil que pueden conseguir con empleos poco calificados, miles deciden desertar de sus carreras o no registrarse en absoluto en una institución de educación superior. De suerte que aquellos denominados college dropouts, o jóvenes que abandonan sus carreras, lo son, muchas veces, por decisión propia y no por una situación personal o financiera que les impida estudiar.
Un jardinero gana en promedio 30.000 dólares al año; un obrero, 25.000; y un barista, alrededor de 26.000 dólares al año, cosa que facilita vivir de forma decente sin pasar por la academia. Esta realidad contrasta sobremanera con el deseo imperioso de la juventud colombiana de poder ingresar a la universidad y de conseguir su diploma de pregrado, incluso si esto significa trabajar durante el día y estudiar durante la noche.
Obtener un diploma universitario también está conectado, en nuestro país, con la posibilidad de acceder a un trabajo mejor remunerado, y no estar condenado a labores que no les permiten siquiera alquilar un apartaestudio para su familia.
A diferencia de Estados Unidos, el trabajo no calificado está atado en Colombia a salarios de hambre: el jardinero, obrero y barista no van a ganar más de un triste salario mínimo, que equivale a 2.800 dólares al año, comparado con los 25.000-30.000 dólares al año que se gana en los mismos sectores en EE. UU.
Así pues, la educación está directamente conectada con la posibilidad de un futuro mejor en Colombia y es por esto que es clave permitir el gratuito y masivo a las universidades públicas de nuestro país, como ocurre, por ejemplo, en la Universidad de Buenos Aires, en Argentina.
Nuestros jóvenes quieren estudiar, aunque eso signifique jornadas exhaustivas y constantes sacrificios. Y el Gobierno colombiano está en la obligación de garantizar ese derecho, ampliando las plazas académicas en las instituciones públicas financiadas con nuestros impuestos.
Es esta la más recurrente petición de los jóvenes que desde hace más de un mes se reúnen en las calles para marchar de forma pacífica. Quieren estudiar, quieren que, al graduarse, puedan aspirar a un trabajo que les permita vivir con dignidad, quieren que se trate con equidad a las mujeres, que se enaltezca y proteja la cultura de las minorías indígenas y afrocolombianas. Quieren representatividad en las esferas donde se decide su futuro, quieren equidad para la comunidad LGTBQ. Quieren un país donde luchar por un futuro mejor no les cueste la vida.
Los millones de jóvenes que hoy reciben un país maltrecho buscan que se honre el acuerdo de paz y se extienda a cabalidad también a los grupos paramilitares y militares. Debemos escuchar a los jóvenes, respetar sus opiniones y no hacer sentir que sobran ni que son un obstáculo. Ellos son el futuro y su voz cuenta tanto como la de los grandes empresarios y de los políticos. Es imperativo escucharlos y sumarnos a esta ola de renovación, de paz y fraternidad fruto de las marchas, si no queremos seguir hundidos en la horrible noche en la que llevamos sumidos más de dos siglos.
MARÍA A. GARCÍA DE LA TORRE