Nadie estaba preparado. Ni los medios, ni los demócratas ni los extranjeros llegados a territorio estadounidense. Nadie anticipó jamás que el hijo de un embaucador –y embaucador él también– lograra trepar hasta la sacra oficina oval en la Casa Blanca. De hecho, la insólita situación sigue generando quebraderos de cabeza en la comunidad científica, en las humanidades, en la prensa. Todos se preguntan: ¡¿cómo fue posible?!
El desastre de lo que sería una presidencia de Donald Trump estaba anunciado, pero los votantes republicanos hicieron caso omiso a las advertencias de los demócratas e impulsaron la presidencia de un hombre sin la menor preparación para ser presidente, ególatra, narcisista y sociópata.
El triunfo de Trump fue posible porque una gran parte de Estados Unidos vive en la absoluta oscuridad. Basta con viajar por los estados del Midwest, en todo el centro del país, o recorrer los pueblos del sur para ver que el rechazo por el progreso, el desprecio por la ciencia y la defensa de un imaginario esotérico / fanático / religioso son ley.
La América profunda sigue siendo profunda y tristemente ignorante y multitudinaria. Es difícil encontrar en otra potencia mundial niveles tan altos de absurdas conspiraciones contra las vacunas, de coaliciones anticiencia y de sectas que rechazan a una sociedad pluriétnica, pacífica, tolerante y educada.
En esa América profunda, que se deja engañar por los 'realities' y que cree que Trump es un genio por salir en televisión entrenando a practicantes, es donde pelechó y hoy se nutre el ideal de un Estados Unidos religioso, ario y negacionista de realidades innegables como el covid-19.
Ese Estados Unidos trumpista que todavía resiente haber perdido la Guerra Civil que los despojó de la lucrativa esclavitud y los obligó a respetar a los negros y a considerarlos sus iguales. Ese resentimiento heredado de bisabuelos racistas se manifiesta hoy en las calles y en los policías que asesinan a afroamericanos por el delito de tener la piel oscura.
Este nivel de polarización ya ha causado muertos en marchas pacíficas, ha envalentonado a milicias de extrema derecha y ha producido un 25 por ciento del total mundial de casos de coronavirus, a pesar de contar solo un 4 por ciento de la población mundial. Más de 204.000 estadounidenses yacen hoy bajo tierra por un virus mortal que Trump se niega a aceptar como amenaza contra la sociedad estadounidense.
La desconexión de millones de estadounidenses se ha incrementado –incluso después de cuatro años de desastres– gracias a un peligroso canal de desinformación: redes sociales como Facebook. Este fenómeno está bien documentado e impide que los ciudadanos puedan diferenciar entre la realidad y la ficción y hace que desprecien referentes objetivos como la comunidad científica y medios de comunicación de reconocimiento internacional.
Es así como, incluso hoy en día, un 40 por ciento de los estadounidenses consideran que toda la información en contra de Trump es una conspiración demócrata y que medios aclamados como el 'New York Times' o la emisora NPR son una fábrica de mentiras.
Esta peligrosa situación –y el inminente riesgo de cuatro años más de Trump– nos permite comprender cómo fue posible la Alemania de Hitler, la España de Franco o la Argentina de Videla. La mitad del pueblo apoya enceguecida a un líder y la otra mitad intenta sobrevivir en medio del estupor ante el dominio de un pensamiento primario y netamente irracional.
La verdad, triste es decirlo, es que no podemos sobreestimar a la humanidad. Su capacidad de aplacar el pensamiento irracional por medio de la lógica es bastante limitada. De hecho, la norma es que los países les cierren sus fronteras a los refugiados, que los blancos sean racistas, que la gran mayoría de la población crea en fantasmas y otros seres inexistentes, y que sobreviva todavía la risible noción medieval de la superioridad del hombre.
Nos falta mucho como sociedad –como humanidad– para superar convicciones sin sustento y para reconocer la invaluable importancia de una educación de calidad que nos saque de un muy real y muy presente oscurantismo. No podemos bajar la guardia, pues la batalla contra la estulticia solo se pierde cuando se le deja el camino libre. La resistencia como forma de vida es la única alternativa en tiempos de radicalismo brutal y del reino de la irracionalidad. No bajemos la guardia como homenaje a la gran defensora de los derechos de la mujer Ruth Bader Ginsburg, quien vivió tiempos peores y nos dejó un mundo mejor
MARÍA ANTONIA GARCÍA DE LA TORRE