Buena parte de nuestro comportamiento como de la sociedad está atado a momentos específicos de la crianza: algo que vimos, que oímos, que sentimos, nos indicó que es correcto hacer A e indeseable optar por B. Según este orden de ideas, se podría colegir que la sociedad ha puesto a disposición de nuestros niños los mejores modelos a seguir de manera que esos futuros adultos opten por las formas de vida más beneficiosas para su bienestar.
Sin embargo, algunos condicionamientos llevan a estos niños y niñas a tomar decisiones que no los beneficia a ellos sino a un sistema ajeno a ellos. La noción, por ejemplo, de que la mujer debe contribuir a la familia y a la sociedad desde el ámbito doméstico, pues así ha sido desde que los humanos abandonaron el nomadismo, es simplemente errada. No sólo estas sociedades no restringían las labores de la mujer al ámbito doméstico –recientes estudios revelan que ellas también eran cazadoras y recolectoras como los hombres–, sino que no hay ninguna justificación frente a tal determinación más allá de favorecer un sistema centrado en el bienestar social, cultural y económico de los hombres.
La historia, como sabemos, la escriben los vencedores de las batallas entre naciones y aquellos que se benefician con la opresión de otros. Hoy en día, millones de mujeres siguen presa de un ideal romántico atado al matrimonio y a la maternidad. Esta romantización de un estado esclavista está todavía ampliamente generalizada y reforzada por la imposibilidad de hablar de ese tema con franqueza. No se habla de los reveses de la dependencia económica ni de los efectos negativos tras abandonar una carrera profesional para parir y cuidar niños.
Muchas veces el condicionamiento social se ha metido tan hondo en la conciencia que hace falta reformatear por completo el cerebro.
El cine, la literatura, el arte, la televisión, son aún reticentes a la hora de cuestionar la maternidad, de plantear el aborto como una opción válida, de explorar vidas de mujeres solteras y exitosas. El pacto de silencio está generalizado para perpetuar una fantasía hasta que ya es demasiado tarde.
Una vez enamorada, casada, enfrentando la exhaustiva maternidad, dependiente económicamente, es casi imposible que una mujer pueda dar marcha atrás y pueda recuperar la libertad perdida. Ella misma, en momentos de duda, se convencerá de que está bien, de que es normal tener que lavarle la ropa sucia y cocinarle al esposo todos los días, a pesar de que su temperamento no siempre sea el mejor; de que ciertamente es mejor cambiar pañales durante meses y dormir dos horas diarias, que hacer esa maestría a la que ya la habían aceptado.
Muchas veces el condicionamiento social se ha metido tan hondo en la conciencia que hace falta reformatear por completo el cerebro de modo que comprendamos que no tiene nada de malo rechazar el rol sumiso de la esposa abnegada y madre entregada. No tiene nada de malo pasarse la vida desarrollando una profesión, o una pasión, hobbies o aventuras sin ataduras de matrimonio o prole.
Por eso es importante entablar diálogos con otras mujeres, sin importar su edad, porque nunca es tarde para abrir los ojos. Numerosas mujeres pueden recordar perfectamente a la persona, o la película o la obra de teatro que les abrió los ojos y les permitió salir de un papel que sólo favorece a la sociedad y que no les aportaba a ellas nada, aparte de muchas lágrimas reprimidas para no dañar el maquillaje. Hablar de estos temas, como golondrinas en cenas familiares, sí hace verano. Sí hace que se abran los horizontes de mujeres criadas para servir a los hombres, no a sí mismas.
MARÍA ANTONIA GARCÍA DE LA TORRE