Un año y medio ha pasado desde que se desató el mortal covid-19 que a tantos abuelos, madres, adolescentes se llevó antes de tiempo. El aislamiento, el miedo, el hambre, el desempleo: todas estas “dolencias preexistentes” de la humanidad incrementaron y dejaron a cientos de millones en la más cruel desconexión, lejos de sus amigos y familiares.
El o con otros humanos es crucial para nuestro bienestar emocional y para el continuo desarrollo de las ideas y de la tecnología y esta interrupción abrupta ha ahondado el silencio y la soledad.
Ahora, lentamente, unos pocos países intentan un regreso a lo considerado “normal”, tras campañas masivas de vacunación. Este proceso, sin embargo, ha obrado igual que el virus mortal, y ha beneficiado más rápidamente a los países que cuentan con mayor tecnología, presupuesto y capital humano para la fabricación y distribución del líquido más preciado en 2021: la vacuna contra el covid-19.
Estados Unidos reporta jubiloso que más de 141 millones de ciudadanos ya fueron vacunados y el CDC autorizó a aquellos afortunados para que dejaran de usar mascarillas al aire libre y en espacios cerrados. Europa anunció la creación de un pasaporte de vacunación para permitir el libre tránsito de los individuos ya inmunizados.
En nuestros países, sin embargo, las vacunas llegan con cuentagotas, las UCI no dan abasto hace meses y la gente sigue muriendo contagiada, lejos todavía del refugio de una vacuna, ya sea Pfizer, Moderna o AstraZeneca. La tragedia de India –e incluso de Colombia– nos obliga a reflexionar sobre las fuerzas que aún hoy favorecen a algunas naciones y mantienen a otras en el purgatorio del subdesarrollo.
Si hay diferencias tan radicales entre unas regiones y otras no es por casualidad. Y la mortandad que está dejando este virus a su paso indica que las decisiones sobre la salud pública no deberían depender de políticos que nada saben de salud –o medicina en general– y que las vacunas creadas para contrarrestar un virus mortal a escala mundial no deberían estar atadas a una patente que impida su libre distribución en el mundo. En este caso sí es cierto que si una persona es vulnerable al virus, todos lo son, de modo que la lógica tribal de enfocar los esfuerzos en las comunidades locales e ignorar al resto del planeta Tierra no es una estrategia viable a la hora de mantener un virus mortal bajo control.
Numerosas naciones subdesarrolladas tendrán que esperar meses –si no años– antes de que puedan cantar victoria y autorizar una reactivación segura del comercio y de los espacios públicos en general.
El covid-19 nos mostró, sin querer, los egoísmos que caracterizan a las sociedades modernas y la necesidad de solidarizarse con otros grupos humanos –en especial los más vulnerables–, no por un sentimiento caritativo sino por una noción de justicia y por sentido común. Ojalá que el próximo virus mortal que amenace a la especie humana se encuentre con una sociedad mejor preparada, más colectivizada y lista para trabajar en conjunto a fin de proteger, no a los más ricos y más blancos, sino a todos sin distingos de raza, edad o género.
MARÍA ANTONIA GARCÍA DE LA TORRE