Robert De Niro (Nueva York, 17-VIII/1943). Celebridad camaleónica e ícono neoyorquino de Hollywood, el más grande actor vivo de Manhattan y del mundo. Sucesor en vida de Marlon Brando y Sir Laurence Olivier, ha desarrollado métodos interiorizados en la preparación de personajes malévolos e irresistibles. Bob De Niro, medio siglo creando identidades neuróticas y versátiles –Monsieur Perfection―, en París.
Antihéroe irreemplazable, con técnicas del método Stanislavski-Strasberg del Actor’s Studio, ha sido sanguinario y vengativo, sádico y violador, tramposo y miserable. Para Taxi Driver se rapó la cabeza y practicó con intensidad fisiculturismo y tiro al blanco; en Toro salvaje, aumentó deliberadamente 30 kilos en cuatro meses de filmación, y gracias a New York, New York (el musical), se volvió un virtuoso del saxofón. Fue De Palma quien se lo presentó a Scorsese convertido en su alter ego.
A partir de Calles peligrosas (Mean Streets, 1973) será Bobby De Niro el número uno al representar la violencia en carne y alma. Una galería de caracteres con nombres claves e imborrable impacto emocional: chofer enajenado y moralista en Taxi Driver (Travis); ‘rey de la comedia’ alucinado (Rupert Pupkin); campeón de boxeo en decadencia física y moral (Jake La Motta); compinche criminal y mafioso de GoodFellas (Jimmy Conway), y enfermo mental en trance autodestructivo vuelto animal salvaje (Max Cody).
Siempre dirigido por maestros de verdad, intacta permanece su figuración criminal y sombra moralista como Vito Corleone Jr., en El padrino - Parte II, de Francis Ford Coppola; el rico propietario Alfredo, quien pasa de la fascinación al furor fascista (Novecento-Bertolucci); el ‘último magnate’ de una industria crepuscular (según Elia Kazan); el obrero metalúrgico hecho francotirador en Vietnam (Michael Cimino); un ‘ángel satánico’ de apariencia repulsiva llamado Louis Cypher (Alan Parker); el cazador de indios que se infiltra en La Misión (Roland Joffé); el más cruel de los intocables en tiempos oscuros (Al Capone por Brian De Palma), y la horrorosa pero compasiva criatura de Frankenstein adiestrada desde Londres por Kenneth Brannagh.
Sí detrás de sus mejores actuaciones interiorizadas se halla Martin Scorsese, resalto tres conjunciones íntimas: atmósferas anímicas y redentoras de Taxi Driver, shows manipuladores de audiencias en El rey de la comedia y resurgimiento o decadencia implícita de Toro salvaje. Son las mismas sensibilidades en crisis moldeadas por el siempre mediático actor, cuya más reciente intervención dramática en El irlandés sintetiza las dualidades morales de un criminal sicótico.
Roman Polanski (París, 18-VIII/1933). De padres judíos-polacos, refugiados en Francia por razones antisemitas, quienes tomaron la fatal determinación en 1939 de regresar a su país natal para caer víctimas del nazismo. Despojado de infancia y con un testimonio doloroso de una nación avasallada por el enemigo (“somos las víctimas de nuestro propio pasado, la guerra sólo nos dejó ruinas y horrores”). Muy joven debuta como actor en las tablas de Cracovia, tenía 20 años cuando ingresa a la prestigiosa Escuela Nacional de Estudios Cinematográficos de Lodz (Polonia) y asiste en la dirección al maestro Andrzej Wajda. En medio del caos, desde Varsovia a Londres y París, su fascinación por el lado oscuro corre paralela con el dominio del pánico, el ojo morboso y un romanticismo consumado.
Hipersensible, hace parte del selecto grupo de autores que consigue plasmar su personalidad, compleja y apasionante, en un estilo cinematográfico bien definido. Uno de los testigos visionarios más agudos de nuestra civilización, calificado como genio desenfrenado de madura precocidad, atrae poderosamente la atención cuando da rienda suelta a una creatividad e imaginación poco usuales. Aunque su talento se defiende por sí mismo, ocupando un lugar destacado entre los más interesantes realizadores contemporáneos, Polanski aparece involucrado no pocas veces en crónicas faranduleras y notas agraviantes.
Repulsión (1965): manicurista en Londres, virgen esquizofrénica y paranoica (la joven Catherine Deneuve). La danza de los vampiros (1967): comedia insólita y terrorífica, con un experto en murciélagos que atrapa al rey de los ‘chupasangre’, sin poder escaparse del maleficio. El bebé de Rosemary (1968): vecinos brujos conspiran para propagar el mal y transformar a una desprevenida esposa neoyorquina (Mía Farrow) en madre de la criatura engendrada por Satán. La tragedia de Macbeth (1971): horrores y misterios en donde un monarca homicida que persigue el poder político es arrastrado al mare mágnum por su propia esposa.
Chinatown (1974): atmósfera decadente sobre la corrupción en obras públicas e incesto monstruoso que va mucho más allá de las apariencias ―Jack Nicholson, John Huston y Anjelica Huston, esta última esposa en la vida real del primero e hija del segundo―. El inquilino (Francia, 1976): el proceso interno de una personalidad que se va deteriorando y transmutando en alusiones suicidas, esquizofrenia y crisis de paranoia.
Tess (1979): melodrama sublime, con la mirada extraviada de Nastassja Kinski para configurar el drama de la inocencia perdida. No olvidar su dedicatoria: “A Sharon” (esposa sacrificada en ritual satánico).
El pianista (2002): Palma de Oro en Cannes y Óscar al mejor director. Un concierto para sobrevivir funciona como un exorcismo de los terribles recuerdos de la infancia –se debe recordar que su propia familia fue víctima del exterminio nazi y los campos de concentración―.
MAURICIO LAURENS
Cine al Ojo