Estando de viaje con mi hija, nos encontramos con un fotomatón de los de antes, con todo y cortinas para preservar la privacidad de la cabina. Ella tiene ocho años y nunca había visto un aparato de estos, tan de moda en los noventa. Me vi contándole que uno entraba ahí solo, con una amiga o con el novio, y la máquina hacía una sesión de instantáneas que luego imprimía y uno se llevaba. Me miraba extrañada, como si le hablara de otro mundo.
Pensé en lo usual que es ver gente tomándose fotos en toda clase de poses ahora, sin el menor pudor. También se ve gente hablando a gritos por teléfono, muchas veces de temas privados. Recuerdo en el bus hace unos días a una mujer que le decía a su marido en el celular que estaba abriendo la puerta de su casa justo en ese momento. Recordé también al taxista que hace cosa de un año iba viendo porno en la pantalla mientras me llevaba a mi destino. Temí que, tras ese acto de pasar por encima del otro con tal de alcanzar la satisfacción inmediata, hay una exacerbación del egoísmo destructiva e imparable.
Hoy más que nunca, la adicción está exacerbada, tanto como la valoración positiva de cuanto hacemos, pensamos, decimos. Esta necesidad de aprobación constante nos hace volátiles, impredecibles. Y en ese afán de brillar, agradar, convencer, los demás pasan a un segundo plano. O bien, solo nos interesan quienes suman puntos a nuestros ansiosos deseos de aceptación.
¿Dónde quedaron entonces los intereses colectivos? ¿La idea de un bien común? ¿La empatía, la solidaridad, la compasión? A lo mejor se ahogan en el pozo de Narciso, junto con los fotomatones con cortinas y las cabinas telefónicas. O a lo mejor las concentramos solamente en aquellas personas con las que elegimos hacer una trinchera. Nuestra pequeña secta, donde hipotecamos nuestras convicciones más profundas con tal de compartir la solidez de una masa a la cual adherirnos. Es así como nos organizamos en equipos. Pequeñas tribus con las que coreamos la injusticia, salimos a cazar brujas, ajusticiamos, compartimos la silla de las víctimas, recibimos premios y castigos, en un yo que somos muchos, a veces millones, pero que actúa como un solo hincha resentido o como una sola víctima lastimada.
Si bien las tribus, como todo colectivo, llegan a luchar por causas nobles, cuando se radicalizan tienden a negar matices y arrasar como un huracán con cuanto se les atraviesa.
Como dice Juan Soto Ivars, esa masa sectaria que comparte un ideal, un odio, una ideología a menudo confunde justicia con venganza, ruido con mensaje y prestigio con popularidad. Se vampirizan las víctimas, se pisotea la presunción de inocencia, todo vale en ese rapto apasionado de la masa que actúa como un solo cuerpo y fluctúa de forma volátil y trastornada del linchamiento al aplauso. La tentación de anexarnos como un solo cuerpo a colectivos ideológicos que definen una identidad sexual, política, social y cultural junto a otros que “piensan como uno” nos lleva casi sin notarlo a dejarnos arrastrar por la corriente más enfurecida.
En medio de este contexto, los candidatos a la presidencia nunca se habían visto tan caricaturescos. Una horda de extraviados dispuestos a prometer lo que sea y a sumarse a quien sea mientras luchan entre trincheras ideológicas a las que buscan seducir más allá de si gritan patria, cristianismo, aborto legal, familia, pena de muerte, paz, educación gratuita para todos, empleo o seguridad. ¿Cómo convencer a grupos con creencias tan opuestas? ¿Cómo, en fin, gobernar para cada colectivo ideológico, social o político y para todos al mismo tiempo, aun cuando entre ellos las peticiones son muchas veces irreconciliables?
En medio de tanta volatilidad, nadie sabe qué podrá pasar mañana y el ideal de un futuro compartido, de un proyecto colectivo, se desvanece en el aire.
MELBA ESCOBAR