Mi madre ha terminado de morir. Desde hace años ese era mi deseo. No quería que siguiera viviendo de la manera que siempre temió: postrada, impedida para tomar decisiones, incapaz de comunicar su voluntad. Ahora que ya no sufre, mi corazón de hija la llora, pero mi condición humana lo celebra. No había tenido una experiencia tan vívida de sentimientos encontrados. Se siente como una pelea del dolor contra la alegría, que de pronto se transforma en una de la alegría contra el dolor. A ratos ambas emociones conviven pacíficamente. Es ahí cuando mi mente funciona serena y me siento casi capaz de verme desde fuera de mi cuerpo.
Así, viajo a algunos de nuestros momentos decisorios…
El de la esposa maltratada en frente de sus hijos, que convirtió esa violenta humillación en una lección de vida: “empaquen sus útiles y sus uniformes, que nos vamos”. Entre más años tengo más me maravillo con la sabiduría de la que fue capaz para mostrarnos que eso –que nos parecía el fin de todo– cambiaba las circunstancias, pero no el objetivo. Entendimos que la educación seguía siendo la ruta para salir adelante, aunque ya ni techo garantizado tuviéramos.
Viajo más. Quiero dejar el nido siendo muy joven, ¡15 años! Ella se siente traicionada, pero reflexiona. “Si usted quiere volar, vuele”. El resto es mi historia. ¡Cómo no agradecer infinitamente ese voto de confianza con el que descubrí el poder de la libertad!
Adelanto nuestra historia unos años y la oigo recibiendo la noticia de mi embarazo. “Yo lo soñé”, me dijo embriagada de ilusión por la llegada de su primer nieto, sin el menor reproche por mi falta de compromiso de pareja estable. Con mi hijo le descubrí una forma de amor que no usó conmigo. Para mí, el trabajo inagotable, los principios no negociables, los resultados. Para él, la ternura, el juego, la comprensión. Así cimentó la fuente de mis luces y mis sombras.
Cuando estaba en la mejor versión de ella misma llegó la enfermedad. “Me voy a mejorar porque quiero ver crecer a mis nietos”. Con esa frase confirmé que en su rol de abuela se sentía plena y recompensada por la vida. No sé si un día dejaré de preguntarme por la razón de lo que veo como una cruel injusticia. Ella había hecho todo y más para merecer esa elemental recompensa.
Me salto en este viaje todo el horror. Trece años de verla morir a pedacitos.
Durante sus últimos minutos le doy gracias. Gracias, mamá, por lo que hiciste por nosotros. Su vientre se recoge con la última respiración, su piel empieza a cambiar de color, se va yendo la tibieza de su cuerpo. En medio del aturdimiento caigo en cuenta de que jamás olvidaré esas imágenes, esa temperatura, ese movimiento. Me enojo conmigo por no haberla ayudado a morir antes de que llegara a este nivel de deterioro, que no honra lo que fue su vida y que es todo lo contrario a la voluntad que conocíamos.
Lamentablemente no la dejó escrita: morir con dignidad, con su concepto de dignidad. Entre las llamadas y chats para activar los servicios funerarios pienso en que la vida juntas nos alcanzó para que ella fuera mi mamá y yo su hija, y además para que yo me convirtiera en su mamá y ella en mi hija. Mientras le cierro sus ojos fantaseo con la existencia de otra vida y con lo sublime que sería volvernos a encontrar. Pido un deseo, que en la próxima o en la eternidad quedemos liberadas de los retos que nos puso esta vida y que entonces solo tengamos que ocuparnos de ser buenas amigas.