Prohibir el futuro

Hace unos días asistí a la audiencia pública de la Comisión Primera de la Cámara de Representantes en la que se discutió el proyecto de acto legislativo (es decir, reforma constitucional) que cursa actualmente para prohibir los cultivos transgénicos. El proyecto propone agregarle al artículo 81: “Queda prohibido el ingreso, producción, comercialización y exportación de semillas genéticamente modificadas”. Quedaría así un artículo que prohíbe las armas nucleares, químicas y biológicas y los cultivos transgénicos; sería bastante grotesco.

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El sustento central de la propuesta es que: “Estos organismos genéticamente modificados (OGM), una vez liberados pueden generar efectos adversos sobre el ambiente, e impactos socioeconómicos, en la salud humana y en animales”. Una afirmación que no tiene sustento ni en los estudios científicos, ni en la realidad, ya cotidiana, de su amplio uso.

Se puede expresar temor siempre, ante cualquier innovación o intervención. Pero, los humanos hemos desarrollado el pensamiento, y más recientemente la ciencia, como instrumentos para enfrentar los temores con mejores evaluaciones de riesgo. Hay innovaciones que generan dudas, como en cualquier tema polémico en ciencia (es decir, casi todos). Pero quienes se oponen a los OGM cometen una gran falacia; escogen cuidadosamente los poquísimos estudios que apoyan su posición, e ignoran, olímpicamente, los masivos y contundentes estudios que la contradicen. Presentan como si fuera una “megatendencia en la ciencia” algo que no llega a micro, tal vez ni a nanotendecia.

Se han hecho infinidad de estudios de corto y largo término, metaestudios, estudios multicéntricos y más, y las más respetables instituciones académicas del mundo han expedido declaraciones explícitas, negando que haya evidencias de que los OGM produzcan daño, y exponiendo la falta de rigor y los problemas metodológicos en las publicaciones que dicen lo contrario.

Pero la prueba reina es el hecho de que el mundo lleva 25 años produciéndolos; los hemos consumido miles de millones de personas (todos los que comemos arepas, por ejemplo), y no hay ni un solo caso de daño documentado en el mundo. Nosotros, en Colombia, los hemos sembrado durante un par de decenios, y de nuestra región, Brasil, Argentina y hasta Bolivia son grandes productores y exportadores.

La ministra de Agricultura, Cecilia López Montaño, llamó la atención sobre las dimensiones económica y de desarrollo social del problema, y fue ratificada por el testimonio de cultivadores y campesinos presentes, quienes reportaron cómo, gracias a esas semillas, multiplicaron su productividad, y mejoraron su sustento y bienestar.

Como argumento adicional, y tal vez paradójico, corroborado por los campesinos presentes, se puso en evidencia el potencial que tienen los OGM para proteger el medio ambiente, disminuyendo la aplicación de plaguicidas y fertilizantes, y aumentando la productividad, que es condición necesaria para frenar la expansión de la frontera agrícola, protegiendo bosques y reservas naturales.

Algo que debe ser tenido en cuenta, son las múltiples promesas a futuro de esta tecnología. Pronto tendremos cultivos que capturen el nitrógeno del aire en lugar de fertilizantes, otros que fijen CO2 de forma incrementada, con lo que, además de aumentar productividad, disminuirán la emisión neta de gases invernadero. Van a surgir cultivos adaptados a sequías, productos agrícolas con valor nutricional aumentado, en fin, lo que uno pueda imaginar. La prohibición a todo eso sería una infinita torpeza. Estaríamos prohibiendo, constitucionalmente, el futuro.

No puedo imaginar que un Congreso sensato apruebe algo así. Sospecho que los firmantes de la propuesta, algunos con inmensa influencia política, lo saben.

MOISÉS WASSERMAN