La discusión sobre lenguaje inclusivo se reavivó hace poco entre columnistas. Es un asunto no resuelto, y de difícil solución, que no se reduce a la conservación de una gramática. Hay algunos puntos que tienen que ver más con el contenido de verdad de los argumentos, y en últimas con su utilidad. (Por si acaso, debo decir que el feminismo me parece uno de los grandes adelantos morales de nuestra especie, pero eso no lo exime de discusión sobre alguna de sus estrategias). La premisa básica para adoptar el lenguaje inclusivo es que lo que no se nombra no existe. La cultura que no nombra explícitamente a las mujeres, y a la diversidad de opciones de género, las ignora.
El último nobel de economía fue entregado a tres científicos que han propuesto validar experiencias sociales como si fueran verdaderos experimentos naturales. En esa línea podríamos examinar si es cierta la hipótesis de que aquellos pueblos que hablan idiomas en los que no existe diferencia entre “todos” y “todas” han sido históricamente más igualitarios.
Confrontándola con los hechos, la hipótesis se muestra equivocada. En inglés la palabra única es everybody, en francés lo común es tout le monde (todo el mundo), y eso no los ha hecho más igualitarios. El japonés es un caso extremo en el que no existen el número ni el género gramaticales, y su cultura ha sido tan extremadamente segregada que se puede distinguir si quien escribe es hombre o mujer por lo que “se le permite” decir. Se podría argumentar contra esto que el lenguaje inclusivo tiene un poder simbólico. Pero poder solo hay si hay un potencial de cambio, y en este caso no es así.
Hay otro problema que pienso es más de fondo: el esfuerzo que se está haciendo para conseguir la igualdad basándose en una reivindicación de las diferencias. Creo que hay ahí una incoherencia lógica, y esas incoherencias siempre terminan pasándonos la cuenta. El progreso moral de la humanidad va a depender de que se reconozca la igualdad de todos, en dignidad y en derechos, independientemente de las diferencias que se den entre identidades. Por tanto, la estrategia coherentemente lógica es centrarse en mostrar lo que nos hace iguales, no lo que nos hace diferentes.
Yo propondría que adoptemos una sola palabra que incluya a todas las identidades (y no solo las de género). No me importa cuál, puede ser “todes” si quieren.
La tendencia actual en el mundo es la de acentuar las diferencias y conformar grupos de defensa de las identidades, que cada vez se fragmentan en un número mayor y que, con frecuencia creciente, entran en conflicto entre ellos mismos. Vivimos, por ejemplo, el absurdo de grupos de feministas que ven en los hombres una condición biológicamente establecida que los hace naturalmente perseguidores, y de grupos que defienden su raza (indudablemente discriminada) asignándoles a otras razas características esenciales de maldad. En medio de justas reclamaciones, surgen esas que terminan legitimando los mismos argumentos perversos que combaten.
Si es cierto el argumento inicial de que las identidades de género que no se nombran se ignoran, eso debía ser cierto también para otras identidades. Guerras y conflictos se han soportado en identidades nacionales o religiosas. La identidad racial ha sido excusa para persecución y discriminación. Por eso este no es un problema secundario. Hay que defender la igualdad, y no se puede hacer resaltando las diferencias.
Una solución que ha funcionado algunas veces es la de aceptar, por consenso, una convención. Yo propondría que adoptemos una sola palabra que incluya a todas las identidades (y no solo las de género). No me importa cuál, puede ser “todes” si quieren. A mí, por su facilidad de traducción (tampoco queremos dividir entre las identidades definidas por lenguaje), me parece que “todos” es práctica, si acordamos, claro, que todos significa siempre todos, y que siempre significa siempre, siempre.
MOISÉS WASSERMAN
@mwassermannl