La partida al Walhalla de los músicos de Charles Robert Watts –Charlie, para su entorno– me alborotó una vieja bronca que tengo con sus graciosas majestades los Rolling Stones.
Estaba listo para romper mi marrano-alcancía, o sea, mi Banco de la República personal, para asistir desde la aristocracia de gallinero al concierto que darían en Medellín. Algo pasó “camino de Damasco” y la banda encalló en Bogotá.
Ante la partida del abuelo Watts, el fiel de la balanza, el anciano de la tribu, les perdono el desplante contra mi marrano y su dueño porque le pusieron música a la letra de mi ‘jodentud’. Como sus devotos estamos viejos como ellos, digamos que todos somos Stones.
En los años sesenta, cuando no sabía qué hacer con mi vida y la vida estaba encartada conmigo, los mechudos produjeron Satisfaction.
Fue cuando tangos, boleros, bambucos pasaron al cuarto de san Alejo, a los que volví cuando me tocó enfrentar el pelotón de fusilamiento de los años.
Así como hay mujeres a las que miramos a los ojos y les vemos todo el cuerpo, me sucede que sea cual sea la canción de ellos que truene, escucho Satisfaction.
Ahora sabemos por Keith Richards, guitarrista y biógrafo de la logia en su memorioso libro Vida, que uno de los grandes responsables del sonido de los Stones fue quien acaba de abrir el paraguas, el elegante Watts de sonrisa que se quedaba a mitad de camino.
Larga vida más allá de la vida, Charlie; perdón, señor Watts.
Cuando murió, la reina Isabel aplazó el té de las cinco, el Big Ben se retrasó una milésima de segundo, la tienda Harrods vendió menos y Savile Row, la exclusiva calle londinense donde compraba sus chiros, derramó una furtiva lágrima.
Se merece el homenaje el dandi, el monógamo, el NN, el discreto, el san José de los cuatro de Londres, el que, en traje comprado en Savile Row, le propinó tremendo derechazo a Jagger porque lo llamó “mi baterista”.
Watts nunca se preocupó por quitarles protagonismo a sus colegas: le bastaba permitir su lucimiento. Más que ser famoso quería hacer bien su oficio, como dijo de paso por Bogotá su colega Ringo Starr.
“Pasamos hambre para poder contratarlo”, confesó Richards, quien reveló otro secreto para la galería: su colega tenía un don divino para tocar la batería con humor. Larga vida más allá de la vida, Charlie; perdón, señor Watts.
ÓSCAR DOMÍNGUEZ GIRALDO