Desde hace décadas existe en muchos países el bello ritual de escoger, en diciembre, mes por excelencia de los balances y los vacíos noticiosos, la palabra del año, la que mejor resuma y sintetice no solo sus acontecimientos y personajes sino también su espíritu, su estado mental. Así se han ido consagrando voces como "cuarentena" y "populismo", por ejemplo, o "bitcoin" y "vuvuzela", "hashtag", "burkini", "blog" y "polarización".
Por lo general son las grandes instituciones filológicas o periodísticas las que escogen, en cada país y en cada lengua, además sin ningún valor oficial ni normativo, la palabra del año, por eso al final son tantas y tan variadas, unas ingeniosas y reveladoras, otras más bien convencionales y casi estúpidas. El Diccionario Treccani, el mejor y el más erudito de Italia, escogió este año un vocablo de colegio y de jarabe para quitar la tos: "respeto".
La revista The Economist, en cambio, se lanzó por una palabra griega que nació en la Inglaterra del siglo XVII –eso es lo bueno del griego, nunca muere– pero que cobra cada vez más vigencia aquí y en todas partes: "kakistocracia", el gobierno de los peores. La Fundación del Español Urgente todavía no ha escogido la suya, aunque ya publicó la lista de sus candidatas, entre las que están: "gordofobia", "narcolancha", "turistificación" y "fango".
Es por supuesto una lista muy española y peninsular que todos los países de Hispanoamérica y el vasto y dilatado dominio de nuestra lengua, esa patria abigarrada y sin fronteras de casi seiscientos millones de hablantes en el mundo entero, deberíamos aclimatar según nuestras diferencias y entonaciones, nuestra realidad agrietada, la riqueza pedregosa y torrencial de un idioma común que a la vez nos hermana y nos distingue.
Me fascinó el verbo 'intensiar' y de ahora en adelante lo voy a usar donde pueda, incluso en textos, así algún día, ojalá, un lingüista o un arqueólogo lo deslizan en el diccionario.
En Colombia yo propondría "argamenón", una enigmática palabra creada por el Presidente de la República, quien en uno de sus habituales discursos apocalípticos y milenaristas invocó la figura bíblica del armagedón, también de origen griego, que fue la lengua en la que se escribió el Nuevo Testamento, pero en cambio dijo el nombre de Agamenón, el hijo de Atreo en la mitología homérica. Luego sumó ambas ideas, cómo no, y así nació el "argamenón".
En mi ciudad, Popayán, hay un gusto especial por el uso de la lengua y sus inesperados juegos de palabras y sus posibilidades expresivas. Ayer nomás me llamó la secretaria de un amigo que necesita que le envíe algo y le pedí que me esperara mientras terminaba esta columna, y aquí voy. También le dije que en la tarde me llamara sin pena para insistirme en el envío, me respondió: "Usted no se preocupe: yo lo voy a 'intensiar' acá lo que toque".
Me pareció un verbo maravilloso que nace además de uno de los mejores colombianismos que hay: la sustantivación del adjetivo "intenso", que entre nosotros se vuelve un nombre, un sustantivo que quiere decir, más o menos, "alguien que molesta mucho y sin descanso, quien se revela infatigable con sus obsesiones, sus delirios y sus temas…". O como decía Benedetto Croce: "Aquel que interrumpe la soledad pero no da compañía".
Me fascinó el verbo 'intensiar' y de ahora en adelante lo voy a usar donde pueda, incluso en textos, así algún día, ojalá, un lingüista o un arqueólogo lo deslizan en el diccionario. Eso hacía Javier Marías pero con las palabras que la Real Academia Española iba a jubilar y a dar de baja: en una especie de doloroso indulto, como un Oskar Schindler del idioma, él escogía diez o quince de esas voces para ponerlas en sus novelas y artículos y así mantenerlas vivas.
No somos sino eso los seres humanos, las palabras, todas, que nos nombran. Su eco y su recuerdo que vendrán. Con ellas, a los lectores, hoy les digo que una muy Feliz Navidad.